e-ISSN 2395-9134 |
Artículos | Estudios Fronterizos, vol. 26, 2025, e162 |
https://doi.org/10.21670/ref.2504162
Cocineras centroamericanas en México: experiencias de habitar a través de la comida
Central American cookers in Mexico: experiences of living through food
Hugo Saúl
Rojas Péreza
*
https://orcid.org/0000-0002-4273-1640
a Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, Facultad de Ciencias Humanas y Sociales, Tuxtla Gutiérrez, México, correo electrónico: hugo.rojas@unicach.mx
* Autor para correspondencia: Hugo Saúl Rojas Pérez. Correo electrónico: hugo.rojas@unicach.mx
Recibido el
05
de
febrero
de
2024.
Aceptado el
06
de
febrero
de
2025.
Publicado el 28 de febrero de 2025.
CÓMO CITAR: Rojas Pérez, H. S. (2025). Cocineras centroamericanas en México: experiencias de habitar a través de la comida. Estudios Fronterizos, 26, Artículo e162. https://doi.org/10.21670/ref.2504162 |
Resumen:
Este estudio examina lo que ha significado para mujeres salvadoreñas y hondureñas preparar y vender comida en Ciudad Hidalgo, Chiapas, México, quienes permanecen en el territorio fronterizo mexicano. Se analizan los vínculos entre la comida y la experiencia de habitar enfocado en cómo este giro comercial les ha permitido mitigar sus recuerdos de migración forzada y experiencias de inmovilidad territorial al generar procesos interculturales a través de relaciones de reciprocidad y transformación de los estigmas sobre su nacionalidad y género. La comida ha sido un elemento fundamental para su autonomía, no solo en términos económicos, sino en la posibilidad de pensarse un nuevo proyecto de vida. Mediante entrevistas realizadas en 2020 a seis cocineras centroamericanas y la preparación de comida con ellas se describen los procesos de habitar de estas mujeres y los factores que permiten deducir que la comida ha sido un vehículo que facilitó dicho proceso.
Palabras clave:
antropología de alimentos,
reciprocidad,
migración forzada,
interculturalidad.
Abstract:
This study examines what it has meant to prepare and sell food for Salvadoran and Honduran women in Ciudad Hidalgo, Chiapas, Mexico, who remain in Mexican border territory. The links between food and the experience of living are analyzed, focusing on how this commercial activity has allowed them to mitigate their memories of forced migration and experiences of territorial immobility by generating intercultural processes through the reciprocal relationships and the transformation of stigmas about their nationality and gender. Food has been a fundamental element for their autonomy, not only in economic terms but also in the possibility of thinking of a new life project. Through interviews conducted in 2020 with six Central American cooks and the participation in cooking with them, these women’s living processes and the factors that allow us to deduce that food has been a vehicle that has facilitated that process are described.
Keywords:
anthropology of food,
reciprocity,
forced migration,
interculturality.
Introducción
Este estudio aborda lo que ha significado, para mujeres salvadoreñas y hondureñas, preparar y vender comida típica centroamericana en la pequeña urbe fronteriza de Ciudad Hidalgo, Chiapas, México. En las siguientes líneas se analizan los vínculos entre la comida y la experiencia de habitar en México, con enfoque en cómo esta actividad ─la preparación y venta de alimentos─ ha sido fundamental para construir su vida en esta ciudad fronteriza. Se abordará cómo esta práctica ayuda a mitigar los recuerdos de su migración forzada y la experiencia de inmovilidad territorial, así como transformar estigmas y estereotipos sobre su nacionalidad y género que se comparten localmente (Arriola, 1995; Kuromiya, 2023; Rojas, 2017).
Las mujeres cocineras de origen centroamericano entrevistadas, y con quienes el autor convivió, son personas en condición de movilidad, pero que se han asentado en Ciudad Hidalgo desde hace tiempo. Algunas aún albergan la expectativa de tener una vida mejor en otro lugar. Su permanencia en México tiene que ver con un proceso de movilidad-inmovilidad forzada, marcado por la marginación y la incertidumbre de no contar con un estatus migratorio regularizado, pero con las necesidades de vivir día a día.
En este contexto, la experiencia de las mujeres centroamericanas y su grupo doméstico en México, en particular en Ciudad Hidalgo, está ligada a su práctica diaria como cocineras, fincada en las redes sociales que han construido y en la aceptación positiva de su oficio, tanto por ellas mismas como por consumidores mexicanos. Este proceso les ha permitido “habitar” la ciudad. Habitar no implica solo residir en un lugar, sino aprender la lógica espacial que facilita su rutina cotidiana, a su vez, mediante su rutina, construir su propia lógica espacial y sentirse parte del entorno (Giglia, 2012). En este caso, su rutina está vinculada a la preparación y venta de comida, a través de la cual estas mujeres logran consolidar su propio espacio de vida, gracias a la aceptación de su comida en la sociedad local.
Además, se hace hincapié en que su habitar en esta ciudad no responde a un proceso de adaptación planificado dentro de algún programa institucional o político a través de las normas y valores de los Estados nación, ni de una integración absoluta a la sociedad mexicana. En cambio, se basa en su práctica en torno al comercio de la comida y su aceptación. Los hallazgos de la investigación muestran que prácticas como cocinar y vender comidas de sus lugares de origen y ser aceptadas en el mercado local han permitido a las mujeres cocineras apropiarse de este espacio con sus propios códigos, sin ser estigmatizadas por su nacionalidad y sin generar conflictos con la población local. Es decir, el hecho de saber cocinar y vender ha fomentado interacciones sociales y vecinales no conflictivas, sin imposiciones culturales y con aprendizajes mutuos sobre lo que es el nosotros y los otros. A ese proceso se denomina, en este artículo, interculturalidad.
Estudiar la comida y los significados que la rodean, así como las prácticas sociales asociadas, es un eje central de análisis en la antropología de la comida (Aguilar Piña, 2013). En este tenor, se retoman algunas propuestas de Sidney Mintz, quien estudió en profundidad por qué la comida trasciende su función nutritiva y no se limita a la relación entre alimentación y salud. Los significados que contiene la comida para quienes la producen, distribuyen y consumen permite visibilizar prácticas culturales en las que se manifiestan diferentes formas de poder, así como procesos de sometimiento y emancipación (Mintz, 2003, p. 32).
En el caso de las mujeres centroamericanas en Ciudad Hidalgo, el interés es describir cómo la comida les ayudó a reconstituir su vida en esta ciudad mexicana. En un principio, enfrentaron la “experiencia carcelaria” de llegar a un territorio en el que no esperaban quedarse y del que no podían salir. Es decir, la inmovilidad que experimentaron al no poder trasladarse más allá de la franja fronteriza entre México y Guatemala, mientras realizaban sus trámites burocráticos ante la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar). En palabras de una de las entrevistadas, este proceso implicó: “aferrarse a preparar y vender comida para sobrevivir, pero también para no pensar en trámites” (María, 2020).
La comida les ha permitido entablar vínculos de amistad con los vecinos, evitando el sometimiento violento y forzado a la sociedad hegemónica. Este aspecto es especialmente significativo para ellas, ya que las relaciones horizontales con los locales contrastan con el contexto de violencia pandillera de sus lugares de origen: principal motivo de su migración forzada. Con el paso del tiempo, las cocineras hicieron adaptaciones de su platillo típico a los paladares mexicanos, con la incorporación a las pupusas de salsas picantes de chiles secos, habaneros y ensaladas con limón, por mencionar lo más común. Bajo esta experiencia, el habitar cotidiano a partir de la venta de comida también se convirtió en una rutina que les dio autonomía.
Para describir y analizar en detalle el significado de la venta y preparación de comida en su proceso de habitar en Ciudad Hidalgo, el presente estudio profundiza en tres aspectos: 1) los procesos de habitar mediante la preparación y venta de comida; 2) las relaciones de reciprocidad creadas en torno a esta práctica; y, 3) las experiencias de autonomía de las mujeres cocineras. Estos tres aspectos se describen alrededor de las narrativas (el discurso desde su propio sentido), pero también de las prácticas de las mujeres cocineras mediante la observación participante. Para los tres aspectos, la interculturalidad generada a raíz de la preparación y venta de comida en esta urbe fronteriza aparece como un eje transversal y articulador.
El objetivo es presentar algunas de las principales experiencias de su habitar en esta ciudad mediante las prácticas de su oficio, recuperando sus vivencias de inmovilidad territorial y analizando cómo la comida ha funcionado como un vehículo de transformación tanto de sus vidas como de la sociedad local. Antes de profundizar en los tres aspectos, se presenta el contexto general de la localidad y el fenómeno de movilidad humana observada, así como la metodología utilizada, la caracterización de las mujeres cocineras y el acercamiento etnográfico con ellas. Además, se incluye una revisión de estudios anteriores que han analizado el papel importante de la comida en los procesos migratorios.
La pequeña Ciudad Hidalgo y su río Suchiate
La ciudad tiene veinte mil habitantes aproximadamente y está localizada en el estado de Chiapas, extremo sur de México. Limita con el río Suchiate que sirve de frontera nacional con Guatemala (Figura 1). Es una urbe conocida por su bulliciosa actividad mercantil, tanto a escala transfronteriza como transnacional (Rojas Pérez, 2014, 2020). A escala transfronteriza se mantiene un comercio cotidiano, de abarrotes, frutas, vegetales y enceres, con la ciudad gemela de Tecún Umán, Guatemala. La actividad gira alrededor del río mediante balsas de cuatro metros cuadrados aproximadamente, de madera y neumáticos de tractor, que sirven de transporte y desembarco en pequeños puertos improvisados en las riberas de ambos países (Rojas Pérez & Fletes Ocón, 2017).
A escala transnacional, en esta frontera se encuentra el sistema de aduana del gobierno mexicano, que da el servicio de flujo de mercancías transnacionales entre Norte y Centroamérica. Por el puente fronterizo Suchiate 2, de forma cotidiana, pasan cientos de camiones de carga con destino a Guatemala, Honduras y El Salvador y en flujo contrario, de Centroamérica a México y Estados Unidos. En relación con esta actividad aduanal y de comercio transfronterizo, hay una serie de servicios privados complementarios, como agencias aduanales, patios de carga de mercancía, hoteles, bodegas, bares, restaurantes, fondas, servicios de bicitaxis, abarrotes al mayoreo, agua embotellada, entre otros (Rojas Pérez & Fletes Ocón, 2017).
Es relevante destacar que esta ciudad mexicana ha sido conformada principalmente por personas migrantes de otros lugares de México y de Centroamérica que se han establecido aquí. Es una ciudad relativamente reciente cuya creación tiene que ver con el tratado de límites fronterizos entre México y Guatemala en 1882.1 Así, adicionalmente a las actividades mencionadas, la ciudad alberga una intensa movilidad humana, tanto de las personas trabajadoras guatemaltecas y mexicanas con itinerarios transfronterizos, como de aquellas migrantes internacionales llamadas “de paso” que buscan viajar al norte y, en algunos casos, se establecen aquí de forma provisional. Sobra decir que las condiciones de vida de esta región fronteriza mexicana no difieren mucho de los lugares de origen de estos grupos familiares centroamericanos.
Bajo este contexto fronterizo, una de las tantas actividades que ha florecido en la pequeña Ciudad Hidalgo es la preparación y venta de comida típica de diferentes nacionalidades. No es casualidad que los moradores se jacten de ser “cosmopolitas”, refiriéndose a la presencia de personas de diferentes orígenes y trasfondos culturales, así como al encuentro cotidiano que se establece en forma espontánea en pequeños puestos de comida y carritos itinerantes. Este tipo de “cosmopolitanismo” anunciado por las mismas personas locales no posee la misma carga simbólica que tiene en las grandes urbes, donde se desarrollan relaciones etno-culturales entre comensales y la comida étnica, como es el caso de los restaurantes mexicanos en Montreal, descrito por Vázquez Zúñiga (2023, p. 44).
En Ciudad Hidalgo, especialmente, los platillos se quedaron junto a las personas migrantes: pupusas salvadoreñas, pollo frito haitiano, pollo campero guatemalteco, moros y cristianos cubanos. Cocinas que conviven independientes, pero también ya fusionadas con los tacos, tortas y quesadillas y, sobre todo, con el gusto local por haberles incorporado el picante.
Figura 1.
Ubicación de Ciudad Hidalgo, Chiapas, México
Fuente: tomado de Inegi y adaptado por el autor
Las mujeres cocineras y el enfoque etnográfico
La información para este artículo fue recopilada a través de entrevistas a profundidad y observación participante en Ciudad Hidalgo, desde un enfoque etnográfico. Se convivió con seis cocineras centroamericanas que asumen la responsabilidad económica y doméstica de su grupo familiar, también de la venta y preparación de la comida (Tabla 1).
Esta investigación se ubica en el campo de la antropología de alimentación donde se han abordado los procesos sociales, culturales y simbólicos que envuelven a la comida y dan sentido a la vida de las personas en contextos sociales concretos (Aguilar Piña, 2013, p. 16). Específicamente, los estudios anteriores en esta área de conocimiento han recurrido al método etnográfico, por captar tanto el significado del discurso, como las prácticas que rodean el hecho alimentario. Para seguir este planteamiento, se realizaron varias visitas a la localidad para convivir con las mujeres cocineras y su familia, durante noviembre y diciembre de 2020, al final de la emergencia sanitaria del COVID-19. Es relevante comentar que en esta localidad de estudio el autor ha realizado trabajo de campo en forma ininterrumpida desde 2009 hasta la publicación de este artículo, por lo que las entrevistas se realizaron siguiendo el recurso de bola de nieve que inició con dos cocineras conocidas en estancias de campo anteriores.
Las entrevistas se realizaron por fragmentos y no se terminaron en un solo día, ya que se charló mientras trabajaban en sus cocinas, pequeños restaurantes o vendiendo en la calle. Además, para captar las prácticas en sus contextos particulares, con tres de ellas se realizó observación participante al preparar alimentos para la venta, lo que varias veces provocó un alejamiento de los temas que se tenían que platicar, dando pie a la libre expresión de ellas.
Esta investigación, aparte de la antropología de los alimentos, se sitúa dentro de los estudios fronterizos y no tanto desde los estudios de migración. Es decir, aunque se recupera su historia migratoria (movilidad desde su lugar de origen hasta el punto de llegada, en este caso, Ciudad Hidalgo), la investigación se centra en su vida en la frontera; donde trabajan y habitan.
Nombre (apodo o nombre ficticio) | Edad | Lugar de origen | Tiempo de vivir en Ciudad Hidalgo | Giro comercial | Principales clientes | Principal motivo de salida |
---|---|---|---|---|---|---|
Flor | 44 años | Namasigüe, Honduras | 14 años | Venta de pupusas, guisados y cerveza | Migrantes/población local | Violencia familiar /pandillera |
Claudia | 42 años | San Pedro Sula, Honduras | 17 años | Baleadas, tacos y burritos | Población local | Económica pero no pobreza |
María | 52 años | San Salvador, El Salvador | 2 años | Papas fritas, ensalada de repollo y pupusas | Población local | Violencia pandillera |
Xiomara | 23 años | Cabañas, El Salvador | 4 años | Pupusas | Personas migrantes | Violencia pandillera |
Rubenia | 51 años | Sonsonete, El Salvador | 16 años | Pupusas | Población Local | Violencia pandillera |
Norma | 32 años | Ocotepeque, Honduras | 2 años | Pupusas | Población local | Violencia pandillera |
La Tabla 1 muestra los principales datos de las cocineras entrevistadas. La información corresponde a 2020. Como se observa, las mujeres han dejado su país hace varios años y cada una tiene una historia particular de migración. Con excepción de Claudia, todas las mujeres entrevistadas expresaron que el principal motivo de su salida fue por extorsiones pandilleras, ya sea por el cobro de piso al establecimiento mercantil o por violencia directa, como asesinatos o violaciones, infringida por familiares pandilleros. En el caso de Norma y Xiomara, ambas abiertamente afirmaron que no fue su situación económica lo que las impulsó a salir de su localidad y tratar de llegar al norte, ya que vivían igual o mejor que en Ciudad Hidalgo. Su objetivo era encontrar una tranquilidad que les faltaba, un lugar donde pudieran prosperar en términos familiares y mantenerse económicamente.
Todas las entrevistadas, a excepción de Xiomara, en un inicio, albergaron la ilusión de llegar a Estados Unidos, puesto que Ciudad Hidalgo, como se comentará más adelante, fue una elección forzada de inmovilidad debido al tiempo requerido para completar los trámites que les otorga la condición de refugiadas ante la Comar. Mientras esperan la resolución de esos documentos, las solicitantes no pueden trasladarse del lugar donde iniciaron el procedimiento. Ninguna de las seis mujeres pensó vivir más de un año en esta ciudad; sin embargo, esta situación se fue dando lentamente, en un principio por la espera de los trámites y luego por la comodidad que experimentaron al ver que eran bien aceptadas, gracias a su comida (notas de campo, 2020). Además, en los casos de Rubenia, Norma y Xiomara ya contaban con experiencia en la cocina y en la administración de su propio establecimiento mercantil en su lugar de origen.
Un acercamiento a la interculturalidad a través de la comida
Ver la comida como algo más que una necesidad primaria que alimenta y satisface el hambre requiere un esfuerzo de interpretación por parte del investigador, para comprender los significados que conllevan la alimentación y las prácticas relacionadas (Mintz, 2003). En este caso, se percibe a la comida, así como a las prácticas de preparación y venta, como un vehículo de transformación de la vida de las mujeres centroamericanas en México. Se trata de averiguar el papel que juega la comida y cómo esta ha condicionado su experiencia de habitar en un lugar en el que no planeaban quedarse. Como se describe en los apartados siguientes, la comida y las interacciones sociales relacionadas les han permitido nuevas formas de experimentar su vivencia en el espacio e influir en las percepciones positivas hacia ellas entre la población de acogida.
Esta forma de lograr una convivencia y establecer relaciones mutuas, donde se generan vínculos de poder más o menos horizontales entre estas mujeres y la población local, se define aquí como proceso intercultural. La comida, por sus significados simbólicos y la labor que implica, se convierte en un factor clave de interculturalidad. Según Walsh (2005), la interculturalidad se cimenta en relaciones equitativas entre grupos culturales distintos, en torno a experiencias, conocimientos, políticas y poder. Walsh (2005, p. 45) sostiene que no se trata solo de reconocer, descubrir y tolerar al otro, ni de volver esenciales las identidades como si fueran inamovibles. En cambio, se trata de impulsar activamente procesos de intercambio que permitan construir espacios de encuentro entre seres y saberes, así como entre sentidos y prácticas distintas.
En este caso de estudio, la interacción entre diferentes grupos de personas residentes de Ciudad Hidalgo se logra a través de una actividad: la preparación, venta y consumo de comida, en un plano de cierta igualdad entre comensales mexicanos y cocineras migrantes centroamericanas. Gracias a la aceptación de la comida típica centroamericana, como las pupusas, también se incrusta una valoración positiva hacia las cocineras como productoras de estos platos, lo que facilita una convivencia horizontal y el despliegue de redes sociales más allá del círculo migrante.
Esto es el proceso de socialización intercultural “desde abajo”, que no está gestionado por instituciones gubernamentales con políticas diseñadas para incorporarlas (Walsh, 2005, p. 44). Más bien, poco a poco se va modificando su experiencia de vivir y envolverse en la sociedad por el acercamiento mutuo, apropiándose del lugar hasta lograr “habitar”.
En los estudios sobre movilidad humana y migración, las actividades en torno a la comida han sido objeto de investigación como un factor que facilita la inserción a las sociedades de destino. Hayden (2023, p. 235) afirma que la migración implica un proceso de traslado de prácticas alimentarias junto con las personas, que crea nuevos espacios alimentarios dirigidos a las poblaciones migrantes que, además, “se vuelven parte del paisaje alimentario de los entornos que las reciben”. Así, existen diversos estudios que exploran cómo la comida y su preparación facilitan las redes entre personas migrantes y la población local.
Por ejemplo, en el artículo de Vázquez Zúñiga (2023) sobre comida mexicana en Montreal, Canadá, se describe que la preparación y venta de comida mexicana se entiende como una forma de comunicación con la sociedad canadiense, mediante la enseñanza gastronómica a los comensales que no están familiarizados con la cocina mexicana. Esta interacción representa una estrategia implícita de incorporación de mexicanos al contexto cosmopolita de esa ciudad. El restaurante de comida mexicana en Montreal se describe como un espacio donde se construye una red de personas migrantes que las cobija y que ayuda a su regularización migratoria, además de “garantizar cierta autonomía financiera en el mercado laboral competitivo de la comida étnica de Montreal” (Vázquez Zúñiga, 2023, p. 40). Es decir, la comida y las prácticas de preparación y venta ayudan a los migrantes mexicanos recién llegados a habitar en nuevos espacios, no solo por razones económicas, sino también por las redes de paisanos que ya se encuentran alrededor del negocio.
En su estudio, el autor retoma el trabajo de Crowther (2018, citado por Vázquez Zúñiga, 2023, p. 40) y analiza la popularidad de los negocios de comida mexicana como “comida étnica” (es decir, comida típica de un país o grupo étnico), donde se producen significados mediante relaciones de intercambio y prácticas de comensalidad. Se plantea que los espacios culinarios, como los restaurantes, son lugares estratégicos de socialización y encuentro étnico, donde se pueden observar las formas en que los propietarios proponen elementos culturales a la sociedad de destino al mismo tiempo que crean sus medios de subsistencia.
Estas estrategias de subsistencia social y económica de los mexicanos en el lugar de destino son, en cierto sentido, similares a las que han emprendido las mujeres hondureñas y salvadoreñas para los negocios de comida en Ciudad Hidalgo. Sin embargo, la comida de esos países centroamericanos en la frontera sur mexicana se identifica más como una especie de “comida rápida”, y sus comensales, en general, no buscan una experiencia gastronómica étnica o nacional. Por el contrario, la comida centroamericana suele valorarse por ser fácil de llevar, barata y rica. La venta de pupusas, baleadas y pollo campero son parte del paisaje gastronómico fronterizo, que pierde su connotación étnica como significación central para los comensales mexicanos.
Un estudio similar es el de Imilan (2014) sobre restaurantes peruanos en Santiago de Chile. Este autor, relata cómo la comida peruana ha logrado integrarse al paisaje urbano de la capital chilena, haciendo visible la presencia de la población migrante proveniente de Perú. Imilan define el restaurante de comida peruana como “un tipo de economía étnica que deviene una estrategia de inserción económica para los migrantes” (Imilan, 2014, p. 16). Su amplia aceptación en la sociedad chilena, al formar parte de una colonia urbana de Santiago, se fomentó por las prácticas cosmopolitas de los habitantes de la ciudad. Poco a poco, la comida típica dejó de ser una “economía de la nostalgia” relacionada con experiencias culinarias étnicas para convertirse en “una estrategia de inserción masiva y de reconocimiento como un otro que expande la experiencia cotidiana del habitante de la ciudad de Santiago” (Imilan, 2014, p. 26).
Si bien, los procesos narrados por Imilan pueden considerarse también como procesos interculturales, hay diferencias con respecto a lo recopilado en la frontera mexicana, al menos en dos aspectos. En primer lugar, no existe un barrio en Ciudad Hidalgo que se identifica como “barrio centroamericano”. Su lugar de residencia y las condiciones de la vivienda no difieren mucho a las de personas locales. Sus negocios se pueden encontrar en la calle o en cualquier colonia cercana al centro de la ciudad, por lo que no hay una demarcación territorial basada en la nacionalidad. Tampoco la visibilidad de la presencia de personas centroamericanas se da exclusivamente por la venta de alimentos. Como se comentó en líneas anteriores, Ciudad Hidalgo ha sido un punto de congregación para personas de diferentes partes de México y América Latina y, en años recientes, de otros continentes. La presencia de múltiples otros es palpable al caminar por las calles, y son reconocidos como parte de la cotidianidad local.
En segundo lugar, en los casos de las mujeres centroamericanas, precisamente gracias a la aceptación de su comida y a la valoración de sus prácticas comerciales, se ha hecho posible eliminar la etiqueta de “otros”. Al contrario, estas mujeres tratan de diferenciarse de sus connacionales migrantes de paso, quienes son considerados localmente como otros y estigmatizados como delincuentes o trabajadoras de bares. Estos estigmas son precisamente los que las mujeres y sus grupos familiares buscan superar, de tal forma que les permite no ser otros, sino ser uno más de los locales mediante su dedicación en la preparación y venta de comida.
En este sentido, la idea de interculturalidad profundizada en este trabajo no se refiere a una coexistencia de diferentes culturales en un espacio donde se “toleran”, sino más bien es el proceso de la creación de una cultura nueva, emergente, mediante una interrelación y acercamiento. En este acercamiento, la comida ha sido de mutuo interés, basado en la construcción permanente de relaciones interpersonales de carácter horizontal.
Es importante no olvidar que la actividad comercial se basa en la necesidad diaria de supervivencia para estas mujeres. Con el tiempo, esta necesidad se ha transformado en una aceptación naturalizada, y no exótica, de sus comidas por los comensales mexicanos. Sin embargo, esta aceptación va más allá de la comida: también se extiende a ellas como sujetos con autonomía económica. A través de sus prácticas laborales en la cocina han logrado derribar los prejuicios que comúnmente afectan a las mujeres de nacionalidad hondureña y salvadoreña, quienes a menudo se consideran culturalmente determinadas a trabajar en bares o casas de citas.
En su libro Sabor a comida, sabor a libertad, Mintz (1996) se ha referido a la capacidad emancipatoria de los alimentos para trasformar las relaciones de poder entre los grupos dominantes y los oprimidos. El autor, al retomar la experiencia histórica de los esclavos de la caña de azúcar en el Caribe, narra cómo los esclavos de origen africano crearon una gastronomía diferenciada a la de sus patrones. Debido al control que los patrones ejercían sobre sus alimentos, los esclavos comenzaron a experimentar con alimentos locales americanos que estaban a su alcance. La comida de fusión que se creó a partir de la necesidad generó una identidad grupal y un espacio de libertad.
Para estas mujeres centroamericanas, de acuerdo con Mintz (1996), la preparación y venta de comida no solamente está ligada a la sobrevivencia económica de sus familias, sino que también les ha permitido generar un espacio social en el que se les valora por su habilidad emprendedora. Haber logrado que se les reconozca como mujeres autónomas es la cualidad más significativa para ellas, ya que esto ha desencadenado relaciones horizontales con los locales.
En los siguientes apartados, mediante el análisis de las narrativas y las prácticas de las mujeres cocineras, se desarrollan tres aspectos relacionados con su habitar y la interculturalidad que experimentaron ellas en Ciudad Hidalgo, donde la comida tiene el papel fundamental: 1) procesos de habitar; 2) relaciones de reciprocidad; y, 3) autonomía de las mujeres.
Las pupusas que llegaron para quedarse: procesos de habitar
Sin duda, el factor más relevante que ha permitido a las mujeres centroamericanas entrevistadas y a sus familias habitar en Ciudad Hidalgo ha sido la aceptación de sus platillos por los comensales mexicanos. La comida ha adquirido significados relacionados con la ética laboral femenina, que es muy valorada por los locales, y con ello se ha transformado el contexto cultural de esta ciudad.
La comida está fomentando procesos de aprendizaje mutuo entre diversos actores y en distintas escalas. En algunos casos, como con los vecinos, se han establecido redes de reciprocidad de corte horizontal, donde han desaparecido determinismos culturales evidentes en estigmas y estereotipos en relación con la nacionalidad y el género.
En particular, las pupusas han sido un anclaje gastronómico para su adaptación a la localidad, porque de ellas han surgido sus redes sociales y encontrado su espacio de habitar. Todas las entrevistadas expresaron que, al inicio, la venta de pupusa fue su única estrategia para obtener algún ingreso económico, ya que les resultó difícil conseguir un empleo temporal y un techo para reposar. Aunque ya conocían a personas o familiares de residentes permanentes en esta ciudad, el contexto de prejuicios y estereotipos establecidos tiempo atrás sobre las mujeres centroamericanas, tanto por mexicanos como por otras personas migrantes, marcó sus primeras interacciones cara a cara, las cuales a menudo eran despectivas, identificándolas como pandilleras o mujeres fáciles, trabajadoras de bares.
Lo expresado por Claudia ilustra lo dicho anteriormente:
Cuando llegué a pedir trabajo a una cocina del centro, me dijeron: “¿tú sabes cocinar? ¿Sí? ¿Y qué? ¿Si no aprendes?, ¡aquí la mayoría de las catrachas (hondureñas) son mujeres de cantina, luego resulta que vienen a quitar maridos y emborracharse! ¡Sí, necesitamos una persona que limpie los platos y sirva! Puedes quedarte, pero estás a prueba, si nos gusta tu trabajo, te decimos”. (Claudia, 2020)
En este contexto, tres de las seis entrevistadas señalaron que saber cocinar les permitió “sobrevivir la espera” del trámite migratorio (notas de campo, 2020). Al llegar, estas mujeres se enfrentaron a numerosas dificultades y expresaron su experiencia como “carcelaria”, sintiéndose atrapadas en un lugar en el que no deseaban estar. Posteriormente, pasaron por una etapa de adaptación al entorno, no por gusto, sino por necesidad. Poco a poco, a lo largo de los meses, se evitaba hablar de su viaje hacia el norte y se enfocaban en su cotidianidad. Finalmente, el autorreconocimiento como parte de ese lugar, debido a sus prácticas culinarias y a las subsecuentes redes sociales acumuladas, fue lo que convirtió a Ciudad Hidalgo en su hogar.
Este proceso es similar al que han descrito otros estudios sobre las personas migrantes mexicanas que llegan a trabajar a restaurantes de comida nacional en Canadá y Estados Unidos (véase, por ejemplo, Vázquez, 2014, Vázquez Zúñiga, 2023). Sin embargo, una diferencia significativa en comparación con las experiencias de las mujeres centroamericanas es que, a pesar de los años transcurridos, ninguna de ellas cuenta con la estancia regularizada, permaneciendo en una situación jurídica irregular y, por ende, incierta, mientras abrazan la esperanza de llegar a Estados Unidos. Otra diferencia sustancial, con la excepción de un caso, es que todas migraron de manera forzada por la violencia pandillera, es decir, su principal motivo de salida no está ligado a necesidades económicas, sino a la necesidad de mantenerse con vida.
A pesar de vivir más de cuatro años en Ciudad Hidalgo, Xiomara no había resuelto su trámite ante la Comar al momento de la entrevista. Explicó que siempre le tiemblan las piernas cuando acude a consulta médica para el control de su embarazo en Tapachula, en una clínica pública. Aunque tiene un documento que indica que su solicitud de condición de refugiado está en trámite, sabe que ese papel no le garantiza la posibilidad de salir de Ciudad Hidalgo sin que las autoridades migratorias le llamen la atención.
A lo largo de los 40 kilómetros entre Ciudad Hidalgo y Tapachula hay varios puntos de revisión del Instituto Nacional de Migración (INM) y/o de la Guardia Nacional, y en dos ocasiones la han bajado del transporte para revisar su situación migratoria. Como resultado de estos operativos, ha perdido su cita médica. Ella cree que la bajan al ver su cuerpo, porque tiene un tatuaje y la identifican como centroamericana, más específico como “mara” (pandillera). Sin embargo, ese prejuicio no ha resonado entre sus amistades de Ciudad Hidalgo. Comenta que tiene amigas mexicanas y extranjeras que la hacen sentir segura y la cuidan en su condición de mujer embarazada, porque ya la conocen y, casi siempre, pasa inadvertida en las calles de la ciudad, como si tuviera mucho tiempo viviendo ahí. Esa sensación de pasar inadvertida le brinda comodidad.
A partir de estas narrativas, se puede deducir que habitar en Ciudad Hidalgo para estas mujeres conlleva una sensación espacial de ambivalencia: por un lado, persiste la sensación de encierro debido a su estatus migratorio, pero, por otro lado, se sienten cómodas viviendo ahí, por la aceptación que han experimentado en relación con los lazos tejidos con los locales. Además, han logrado transformar prejuicios, estigmas y estereotipos, convirtiéndolas, a través de su persona y su oficio, en marcadores sociales de autonomía femenina, que evitan ser catalogadas de forma despectiva como mujeres fáciles, mujeres de bar, quita maridos, entre otros.
En el caso de Rubenia, ella compartió que, al igual que a otras mujeres, al principio le fue difícil establecerse en Ciudad Hidalgo. No obstante, nunca sintió que estaba en una cárcel; por el contrario, su sensación era de libertad, a pesar de que su llegada implicó mucho trabajo por no contar con dinero. Relata: “El simple hecho de abandonar El Salvador, me hizo sentirme una mujer con suerte” (Rubenia, 2020).
Rubenia empezó a vender pupusas en un puesto ambulante montado en un carrito de bicicleta, lo que le permitió ganarse la confianza de muchas personas en menos de un año. Esto le ayudó a dejar de vivir con el tío de su esposo, quien ya se había establecido en México. Luego, ella y su familia alquilaron una casa y comenzaron a operar su negocio en un lugar fijo. Para 2020, su local ya estaba “formalizado”, registrado ante el municipio de Suchiate como venta de comida y bebidas no alcohólicas.
En las entrevistas con estas cocineras emergió como tema de conversación las facilidades que encontraron para establecer sus puestos de comida, como un aspecto sui generis de Ciudad Hidalgo. Se presentan oportunidades para poner en marcha un pequeño negocio con trámites mínimos a nivel municipal. En general, solo se requiere el pago de una cuota semanal para contar con un establecimiento mercantil, especialmente en el caso de los puestos pequeños o los ambulantes. Por supuesto, estos procedimientos locales contradicen la lógica federal en materia migratoria y del Sistema de Administración Tributaria, puesto que cualquier persona en situación de irregularidad migratoria no puede abrir un establecimiento mercantil, según los reglamentos correspondientes.
Como se ha discutido, la aceptación de la comida y, por ende, de sus cocineras en Ciudad Hidalgo es el proceso intercultural. No se trata de una adaptación total (o en su caso, subordinación) a la lógica espacial ni de sometimiento a los valores culturales de la sociedad dominante, sino de procesos de aprendizaje mutuo y modificación en la preparación de los alimentos. Por ejemplo, las cocineras han explicado que han cambiado algunos ingredientes de las pupusas para adaptarse al paladar de las personas mexicanas. Esta modificación fomentó la aceptación de este platillo entre sus clientes, lo que ha contribuido a que, poco a poco, se vuelvan más populares.
Las pupusas son hechas por una especie de tortilla gruesa de maíz, rellena de queso, frijol y otros guisos: representan el platillo centroamericano más emblemático y exitoso en México, además de facilitar la introducción de otros platillos de esta región en México. Las pupusas poseen algunas similitudes con las gorditas mexicanas del centro de México, por ser hechas con masa de maíz rellena, aunque la diferencia radica en que las gorditas se fríen.
Para analizar la amplia aceptación que han tenido los platillos centroamericanos en esta ciudad, es importante considerar, en primer lugar, las similitudes gastronómicas entre las regiones de origen de las cocineras salvadoreñas y hondureñas y la gastronomía del sur de México. En particular, destaca el uso del maíz como cereal básico, y sus complementos: frijol, calabaza, chile y diversos tipos de quelites.
En este sentido, la aceptación de esta comida centroamericana no reviste ningún tinte exótico (Ayora, 2010; Vázquez, 2014; Vázquez Zúñiga, 2023). El éxito de las pupusas, desde una perspectiva gastronómica, se debe a la hibridación que han experimentado en suelo mexicano. Por ejemplo, Rubenia comentó que ha aprendido a elaborar salsas picantes con chiles frescos y secos e incorporarlas en las guarniciones, especialmente de chile habanero en jugo de limón verde, en lugar del encurtido tradicional centroamericano de zanahoria y cebolla en vinagre de caña de azúcar que se utiliza como complemento para las pupusas o la salsa de tomate sin picante.
La pupusa también ha tenido un éxito arrollador por ser un alimento que se puede preparar y mantener caliente en recipientes térmicos, fácil de transportar y barato. Se ha convertido en una opción recurrente y cotidiana para choferes de autobús, personas migrantes quienes pasan sentadas o caminando por las calles, trabajadores de la calle y otros comerciantes, porque se puede consumir sin necesidad de cubiertos ni insumos especiales, satisfaciendo de inmediato el hambre.
Asimismo, existen otros platillos centroamericanos que también han tenido éxito por su naturaleza callejera, cotidiana, económica y de fácil degustación para los paladares locales. Las baleadas hondureñas, hechas de tortilla de harina de trigo y rellenas de carne, son otro ejemplo: su similitud con el burrito del norte de México es innegable. Por otro lado, el pollo al estilo campero, una versión centroamericana del pollo Kentucky, representaba una novedad al no tener un equivalente mexicano y ahora forma parte de la comida popular y cotidiana en esta región fronteriza. Todos estos son ejemplos de los procesos interculturales a partir de las comidas, que dinamiza la vida cotidiana de esta ciudad.
Reciprocidad a través de la preparación y venta de comida
En el apartado anterior, se hace notar que las mujeres cocineras entrevistadas lograron construir su espacio de habitar gracias a la introducción de la comida centroamericana en México. Entre las características que sustentan esta acogida se encuentra que su platillo típico, en particular la pupusa, utiliza algunos ingredientes de consumo similar en México, como la masa de maíz y la incorporación del picante en sus guarniciones. También se valora la practicidad para trasportarlas, su bajo precio, y las facilidades para montar su pequeño restaurante. Sin duda, la comida tal cual juega un papel fundamental en este proceso.
Otra dimensión clave de habitar son las relaciones de reciprocidad que se han tejido con diferentes actores de esta ciudad en torno a la práctica comercial, es decir, al preparar y vender la comida en la calle o en un local. Regularmente, entre estas cocineras y sus vecinos mexicanos, con quienes comparten condiciones de vida similares, se presentan actos de ayuda mutua como el préstamo de comida o cuidado de niños. Con estos actos de reciprocidad buscan evitar conflictos, o bien generar empatía para favorecer la protección comunitaria a través de la amistad, lo cual podría ser un factor principal en su habitar en México.
En los estudios clásicos de intercambio, como los de Marcel Mauss (2009) y de Sahlins (1987), se analiza este tipo de relaciones vecinales como un sistema de derecho consuetudinario y de moral que permite evitar la violencia y el conflicto, donde destaca que la negación de dar o recibir puede ser vista como una declaración de guerra. La tendencia de dar y recibir, devolver, está fundada en la prevención de conflictos (Sahlins, 1987, p. 328). En años más recientes, Appadurai (1991) amplió estas ideas y añade que, incluso en economías de mercado, donde supuestamente domina la ganancia “racional”, las relaciones económicas no siempre se rigen por el beneficio económico, sino que pueden estar motivadas por otros aspectos como el prestigio, evitar conflictos, refrendar la pertenencia al grupo, etcétera.
Las redes de reciprocidad establecidas entre las mujeres cocineras son de varios tipos e intensidades. A continuación, se presentan dos consideradas más relevantes para su vida en Ciudad Hidalgo:
1) Con vecinos de nacionalidad mexicana: al principio, las relaciones se caracterizaban por una asimetría de poder, porque se establecieron a través de la renta de espacios de alojamiento y negocio. El impulso de ayuda provenía de las cocineras migrantes hacia los vecinos mexicanos, lo que significaba que el mantenimiento de la relación dependía de ellas. Sin embargo, a lo largo de los años, estas relaciones se volvieron más horizontales, a medida que los ingresos, el tipo de vivienda, las escuelas de los hijos y los lugares que frecuentan se hicieron similares o los mismos. Esta experiencia compartida sobre su movilidad y vida cotidiana ha permitido crear redes sociales sólidas y duraderas, mediante ayudas recíprocas que evitan conflictos y rozamiento entre ellos, que es un elemento fundamental para su sentido de pertenencia al lugar.
2) Con personas migrantes recién llegadas, paisanas o de otras nacionalidades: en este caso, las relaciones de reciprocidad son asimétricas, pero favorecen a las cocineras y sus familias. Se trata de intercambios en los que predomina la explotación laboral de las familias entrevistadas sobre los recién llegados que van de paso. Este intercambio se da a través de comida a cambio de trabajo.
El caso de Flor es representativo para explicar los dos tipos de relaciones. Ella nació en 1977 en Namasigüe, Honduras. Salió de su país debido a la violencia familiar y de pandillas y define su situación como “triste”. Tras vivir varios años en Guatemala trabajando en bares, llegó a Ciudad Hidalgo en 2007 para emplearse como trabajadora doméstica. Aquí conoció a Javier, su actual pareja, originario de Guatemala. Javier nació en 1974 y dejó su hogar de niño debido a la amenaza de muerte de una pandilla y a la falta de cuidados de su madre y padrastro. Al llegar a Ciudad Hidalgo fue “recogido como hijo de familia” por su madre adoptiva mexicana, Gabriela, quien era viuda y no tenía hijos.
Flor y Javier se juntaron y tienen dos hijos mexicanos: Katy de 15 años y Javier de 12. Toda la familia vive en la casa de mamá Gabriela, a quien reconocen como abuela, suegra y mamá. En 2020, dentro de esta misma casa, también residía una “hermana de vida” de Flor, recién llegada de Honduras. Se trata de una antigua compañera de trabajo en el bar.
A diferencia de Flor, que fue trabajadora doméstica y de bares, Javier ya tenía experiencia elaborando y vendiendo alimentos en un puesto de comida, donde fue recomendado por mamá Gabriela. Allí aprendió a preparar guisados mexicanos y, a su vez, él enseñó a Flor en sus inicios. Actualmente venden comida mexicana, cubana y hondureña, incluidas, por supuesto, pupusas. En la actualidad, Flor asume el liderazgo administrativo y económico del negocio, pues, según ella, desde hace años, Javier toma mucho alcohol y se ha desobligado de sus funciones laborales.
Ellos tienen un local de comida al lado de su casa (la casa de mamá Gabriela), ubicado en un patio de camiones de carga que les fue “prestado” por un pariente de Gabriela. “A cambio”, Javier y Flor se encargan de la vigilancia del lugar, donde se resguardan camiones con mercancías durante el día y la noche. Esto significa que no pagan renta por el espacio del negocio.
Durante las visitas a su local, se observó en varias ocasiones que una señora de una casa cercana salía con una charola de empanadas de piña, que los hijos de Flor compraban. Pregunté por qué compraban tantas y me explicó Javier que no es porque “sean deliciosas”, sino para “quedar bien con los vecinos”, quienes les compran comida cuando las ventas son bajas. Además, estas personas les hacen el favor de vigilar el local cuando ellos no están. Javier afirmó: “Más que nada para evitar conflictos y envidias” (Javier, 2020).
Por otra parte, Flor y Javier cuentan también con el apoyo de una “comadre mexicana” que es la madrina de bautizo de sus dos hijos. Esta comadre vecina cuida y recoge a los hijos de Flor de la escuela cuando ella no puede. La relación con la comadre se describe como “muy cercana” y se puede deducir que también se beneficia del negocio, ya que ella (comadre) y su hijo consumen la comida del local y se sirven agua sin pedir permiso ni pagar. Flor comentó que, en ocasiones, la comadre también cocina para su negocio durante momentos de alta demanda por la llegada de caravanas migrantes, aunque sin recibir remuneración por su trabajo como cocinera auxiliar.
De esta forma, se puede deducir que las ganancias de la familia de Flor no se reflejan únicamente en el dinero obtenido del negocio, sino también en una serie de apoyos mutuos en su entorno familiar y comunitario. Este lazo de unión refleja la reciprocidad como una forma de contrato no escrito que regula conflictos y se establece a través de la fabricación, venta y consumo de alimentos.
Adicionalmente, en ese local se encuentran de manera recurrente jóvenes migrantes que barren y limpian el patio donde se estacionan los camiones. Flor comentó que son personas que salieron de sus países sin nada y que no tiene dinero para pagar por la comida. Ella y su esposo no pueden negarse a apoyarlos, porque ellos también fueron migrantes en su momento: así, les ofrecen “la oportunidad”. El apoyo que brindan a personas migrantes lo simbolizan como un “acto de solidaridad humanitaria”. En contraste con este punto de vista, uno de los hombres migrantes que barría señaló que las tres comidas del día equivalían justo a un trabajo del día completo en el local, por lo que él no consideraba como ayuda, sino como un acuerdo laboral en forma de pago por comida.
Los clientes más frecuentes del local son los trabajadores agrícolas extranjeros del plátano y la papaya. La mayoría de ellos, hombres, son empleados temporales y provienen del país vecino (Guatemala). A estos trabajadores, Flor les fía y lleva un registro en una lista, para después acudir a los lugares de cobro de estos trabajadores para que paguen sus deudas.
En el mismo espacio de negocio, también se guardan mochilas y utensilios de estos trabajadores migrantes, servicio por el cual no se les cobra, sino que se les pide “lo que gusten cooperar” (Javier, 2020). Muchos de ellos prefieren dejar sus pertenencias en el local en lugar de llevarlas al campo, por temor a ser robados.
Con el caso de Flor, se puede observar cómo la comida y las prácticas relacionadas han sido el vehículo para construir redes sociales con diferentes actores en distintas intensidades y escalas. Hay intercambios que van desde trabajo y renta, hasta comida a cambio de trabajo, o compras recurrentes entre los propios comerciantes. En algunos casos, la línea entre la relación recíproca y la estructura de poder se difumina: mientras algunos perciben un acto de ayuda, otros pueden interpretarlo como explotación. Pero es cierto que estas relaciones han facilitado su vida en Ciudad Hidalgo. En este sentido, la reciprocidad se presenta como un factor clave que contribuye a que su experiencia de habitar sea positiva.
Todas las relaciones desarrolladas alrededor de la preparación y la venta de comida evidencian que las mujeres cocineras y sus familias han logrado convertirse en un actor más de la localidad, sintiendo así su pertenencia y haciendo posible su nueva vida en un lugar no deseado. Esto, a su vez, como se verá en el siguiente apartado, permitió a estas cocineras recobrar su sentido de vivir, subsanar su experiencia de violencia y alcanzar una autonomía que no solo es económica sino también sobre las decisiones de futuro y trayectoria de movilidad.
Autonomía y comida
A pesar de contar con redes de reciprocidad con los locales y de percibir el entorno fronterizo como su hogar, estas cocineras siguen en un estado de incertidumbre respecto a su condición migratoria. Sus narraciones reflejan una ambivalencia que oscila entre la movilidad y la inmovilidad en la región fronteriza mexicana. No obstante, precisamente por estas vicisitudes, se interpreta que ellas están desplegando capacidades de autonomía económica y de toma de decisiones, donde su negocio de comida es un factor determinante en este proceso. La venta de comida ha resultado ser una experiencia gratificante para ellas, en términos personales, por el reconocimiento positivo que reciben de los locales por su trabajo y el respeto que adquirieron como mujeres independientes.
En este sentido, la preparación y venta de comida están modificando las relaciones de poder que mantienen frente a la sociedad dominante, al hacer sus interacciones sociales más horizontales, como se mencionó en el apartado anterior. Así, se han redefinido los significados locales de ellas y de su comida, no a través de su discurso o la propaganda política, sino a través de su actividad laboral. Este fenómeno ha alcanzado un punto en el que los alimentos de sus países de origen ya no se perciben como productos exóticos o étnicos, sino que están siendo aceptados como alimentos cotidianos que forman parte del paisaje alimentario fronterizo y, posiblemente, de la identidad local.
Mintz (1996) argumenta que la modificación de los significados hegemónicos de los alimentos y la creación de nuevos significados desde abajo, especialmente por grupos oprimidos como lo fueron los esclavos, provocó cambios en las estructuras sociales y económicas. Es en este sentido, Mintz demuestra la capacidad emancipatoria de los alimentos. En este caso, aunque a menor escala, el cambio de los significados del platillo típico de Centroamérica sí modificó en forma directa la relación de poder entre población mexicana y no mexicana. Además, la amplia aceptación de las pupusas y el éxito del negocio de estas mujeres son resultado del agenciamiento de las cocineras, quienes aportan un “toque” mexicano al platillo típico centroamericano, adicionando chiles y salsa picante.
Abarca, al estudiar el sentido de “autenticidad” de la comida mexicana en la sociedad estadounidense, plantea que “cuando las personas añaden sus propios ‘chistes (toques)’ a la preparación de un platillo, están incorporando sus conocimientos y expresión creativa en él. El ‘chiste’ dentro de las charlas culinarias representa momentos de afirmación de actos de agencia” (Abarca, 2004, p. 4). Es decir, en este caso, la incorporación de salsa picante a las pupusas es un toque de ingenio de las cocineras, quizá como estrategia comercial para atraer más a los comensales mexicanos, pero también manifiesta su agenciamiento, autonomía e historia de habitar en México, lo que les permite alcanzar una mayor horizontalidad.
Esta horizontalidad sentida, en relación con la sociedad local y el hecho de ser dueñas de su negocio, les ha otorgado autonomía. Si bien, ya manejaban su propio dinero y tres de ellas contaban con experiencia en negocios de comida, no había tenido la oportunidad de administrar un negocio propio en su país de origen. Además, ellas son jefas de familia. En la organización familiar de El Salvador y Honduras; según Fauné (1996), las mujeres suelen ser proveedoras principales del hogar, puesto que el rol de la pareja masculina difiere sustancialmente del estereotipo de proveedor y jefe de hogar creado por la sociedad moderna, que se basa en el concepto de familia monógama y patrilocal.
Fauné argumenta que el grupo doméstico en Centroamérica es una organización que comparte techo y comida, y que está cercana a la residencia de parientes por línea materna (Fauné, 1996). Se trata de una unidad doméstica con una administración predominantemente femenina en lo económico y afectivo, donde, como práctica común, la pareja masculina desempeña un papel periférico, actuando como complemento del gasto familiar y auxiliar en el cuidado de los niños.
Existen algunas similitudes entre la organización familiar que describe Fauné y lo observado en la organización doméstica de estas mujeres. Las entrevistadas asumen la jefatura de familia y el control económico del hogar y del negocio de comida. La pareja masculina, ya sea papá biológico o no de los niños, ocupa un rol de cuidador o trabajador complementario en otra actividad o dentro del mismo puesto de comida.
Cuando estas mujeres se refieren a “familia”, incluyen a las hermanas e hijos, e incluso lo que María y Flor han denominado como “hermanos de vida”, que son aquellas que no están emparentadas con lazos consanguíneos: puede ser una compañera de trabajo o hermanos adoptados. Sin embargo, la pareja sentimental de la cocinera y los yernos no necesariamente son considerados parte del núcleo familiar básico. Como dijo Xiomara “son complementarios, ellos, a veces encuentran una mujer más joven o que los mantiene y se van”. Fauné (1996) describe un patrón masculino muy recurrente en el que la infidelidad y la paternidad irresponsable están naturalizadas, lo que se suma a la doble carga laboral de la mujer, quien debe ser cuidadora y además responsable económica del hogar.
En este caso, las seis mujeres entrevistadas, al igual que lo menciona la autora, son responsables de su grupo doméstico y asumen el compromiso del mantenimiento de la familia. Son familias extensas conformadas por abuelas, hijas, hijos, primas y otros miembros no emparentados con lazos consanguíneos. Aunque no siempre la pareja masculina o el marido asumen un rol complementario. En tres de los seis casos, mientras la mujer se encarga de la responsabilidad del negocio, la pareja o el marido asume una paternidad activa.
Las estrategias económicas familiares relacionadas con la permanencia en este lugar fronterizo han ido construyendo, poco a poco, su autonomía en la toma de decisiones y en el ámbito económico, al controlar la administración tanto del negocio de comida como del hogar. Pero, como ya se ha mencionado, no necesariamente han logrado satisfacer sus expectativas económicas. Un comentario generalizado entre ellas ha sido que la situación económica de sus familias es igual o peor que antes de su salida, aunque, a diferencia del pasado, en este lugar “se sienten tranquilas”.
Además, el difícil trámite migratorio que les imposibilita movilizarse perpetúa la sensación de encierro y alimenta el deseo de viajar a Estados Unidos. En sus conversaciones es latente el anhelo de irse de esta ciudad, pero contradictoriamente, también el deseo de quedarse. Están atentas a cualquier necesidad o verdadera oportunidad para salir en busca de un lugar mejor para asentarse, pero nunca llega la oportunidad.
Paradójicamente, un elemento que pareciera ilógico, dado que expresan en cada momento su deseo de irse, es que hay muchas facilidades para regresar a su lugar de origen desde Ciudad Hidalgo cuando lo necesitan y así “sentirse cerca de los suyos”. También aprecian la posibilidad de conseguir productos guatemaltecos para utilizar en la preparación de sus exitosas comidas al poder cruzar la frontera de forma cotidiana sin ningún impedimento.
La falta de documentos, hasta el momento, no ha sido un obstáculo para cruzar esta frontera por vías acostumbradas hacia el sur y regresar de la misma forma. Durante las entrevistas, fue recurrente el comentario de que, si algún familiar en su país de origen se enferma, pueden ir y regresar fácilmente, a pesar de ser conscientes del contexto de violencia pandillera que persiste en su lugar de procedencia.
Nuevamente esta movilidad transnacional entre Ciudad Hidalgo y sus países de origen tiene que ver mucho con el canal de proveeduría comercial de los ingredientes que utilizan en sus comidas. Por ejemplo, los utensilios necesarios y algunos ingredientes particulares para su comida son traídos de Honduras y El Salvador, ya sea por cuenta propia o a través de distribuidores. Las planchas para pupusas son traídas directamente de El Salvador (Figura 2), y el quesillo o queso de hebra (en México se conoce como queso Oaxaca) llega desde estos países por tener un sabor especial que no tiene el queso de Chiapas, a pesar de existir la misma variedad.
Esta facilidad de movilidad de personas y mercancías que experimentan por estar Ciudad Hidalgo en la región fronteriza se presenta como otra nueva ambivalencia frente a la sensación de encierro y al miedo a la violencia en su país de origen. Sin embargo, la posibilidad de ir y regresar a pesar de los controles y el temor a la violencia, refleja otra dimensión de su autonomía en cuanto a la toma de decisiones relacionadas con su movilidad, la mitigación de memorias de violencia y la resistencia ante la sensación de encierro.
Figura 2.
Plancha para pupusas trasladada desde su lugar de origen
Fuente: foto tomada por el autor
Conclusiones
En el presente trabajo se analiza la comida como un dispositivo que ha facilitado el habitar de las mujeres centroamericanas y sus familias en México a través de un proceso intercultural. Por lo descrito en este artículo, en este caso específico, la interculturalidad se produce alrededor de la comida: de su preparación y venta a los comensales locales. No surge necesariamente del discurso común que se escucha, que sostiene que todos somos iguales a pesar de nuestras diferencias. En este sentido, la interculturalidad se manifiesta de abajo hacia arriba. Es decir, no proviene de una idea gubernamental que se basa únicamente en la sensibilización respecto a la existencia del otro como igual, sino que se desarrolla a lo largo del tiempo, en la práctica cotidiana, como un proceso en el que se experimentan tensiones, luchas de poder y negociaciones para poder establecer cierta horizontalidad entre diferentes.
Una de estas tensiones se origina en la imposición del grupo hegemónico sobre los extranjeros, lo que genera relaciones verticales. Existen luchas de poder para ganarse espacios de vida dentro de la sociedad local, que reconocen órdenes y lógicas espaciales ya existente, al mismo tiempo que se construye un espacio propio, el proceso definido como “habitar”. Esta característica de la interculturalidad se evidencia en la experiencia aquí compartida de las cocineras, quienes se sienten cómodas al pasar desapercibidas, como si fueran uno más del lugar.
Se establecen negociaciones tanto prácticas como simbólicas mediante interacciones de venta y consumo de alimentos. De este modo, se modifican implícitamente los determinismos culturales sobre las mujeres procedentes de Honduras y El Salvador y se construyen nuevos significados que las retratan como mujeres independientes y emprendedoras sin exotismos.
El proceso de “habitar” de las mujeres centroamericanas en este artículo se sintetiza en tres dimensiones. Primera, es la ambivalencia de movilidad/inmovilidad que se refleja en discursos contradictorios con las prácticas: como esa necesidad de desear moverse al norte, pero no encontrar una verdadera oportunidad mientras se sienten cómodas en esta ciudad. O bien, la experiencia carcelaria que persiste por la imposibilidad de desplazarse al norte, mientras que pueden movilizarse hacia el sur de forma libre.
Segunda, es su acoplamiento a este lugar no como una experiencia de aculturación, en términos de incorporación o asimilación a la sociedad nacional, sino como una inserción exitosa precisamente desde su diferencia a través de su actividad culinaria. Esta inserción no se basa en lo étnico o lo exótico, sino en lo funcional, dada la importancia de los alimentos que venden, que están integrados en la dinámica de esta ciudad, un punto de paso para mercancías y personas migrantes.
Tercera, es la percepción de vivir en un lugar en el que pueden pasar desapercibidas. A pesar de ser conscientes de sus diferencias, a la vez se sienten integradas por la valoración local positiva, tanto a nivel individual como en relación con su comida, resultado de las redes de reciprocidad que han establecido mediante las prácticas comerciales.
En ese sentido, el establecimiento de redes sociales se ha facilitado porque las condiciones de vida en Ciudad Hidalgo no difieren significativamente de los lugares de origen de estas mujeres. Esta circunstancia contrasta sustancialmente con los casos reportados en estudios sobre las personas migrantes mexicanas en Estados Unidos y Canadá, en el sentido de que estas mujeres centroamericanas no se perciben como seres supeditados a formar redes únicamente con personas en condiciones similares de migración.
En el artículo se hace distinción de dos tipos de relaciones de reciprocidad: una con vecinos, principalmente mexicanos, que se inició con la práctica comercial de comida, pero que se ha expandido al ámbito doméstico, que dan lugar a favores como el cuidado de hijos, préstamos de dinero, entre otros. En cuanto a la otra forma de reciprocidad, relacionada con personas migrantes, una de las cocineras define el vínculo con “los hermanos migrantes” como una ayuda altruista y desinteresada de corte recíproco, porque comparten las mismas experiencias migratorias. No obstante, un migrante de paso que fue entrevistado confesó que la relación de esta cocinera con ellos no es tanto de altruismo, sino más bien contractual, en la que se intercambia comida por trabajo, lo que establece una relación de tipo vertical.
Otro aspecto relevante evidenciado a través de la comida fue la percepción local y la autopercepción de estas mujeres como independientes, lo que se denominó autonomía. Primero, por su habilidad para emprender y lograr la sobrevivencia económica de su grupo familiar, asumiendo el rol de jefas de familia y siendo reconocidas localmente por ello. Segundo, por su capacidad para tomar decisiones relacionadas con la creación de un nuevo proyecto de vida que les permite sentirse “cómodas” en este lugar, a pesar de albergar la esperanza de poder movilizarse hacia otro sitio. Esto se produjo porque han modificado las relaciones de poder, transformando, con su trabajo de cocina, los significados que tradicionalmente se les ha incrustado, para pasar de ser vistas como mujeres de bares a ser reconocidas por su capacidad emprendedora. Este cambio no necesariamente se traduce en un beneficio económico, sino en un reconocimiento social como iguales frente a los locales.
Agradecimientos
Para la realización de las entrevistas se contó con la colaboración de Daniel Octavio Espinoza Carranza y Laura Alicia López Maldonado, dos estudiantes de la licenciatura en desarrollo humano de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, a quienes se les agradece profundamente por su esmerado trabajo y dedicación durante el acompañamiento en campo.
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Notas
1 Se refiere al Tratado sobre límites celebrado el 27 de septiembre de 1882. Disponible en: https://www.gob.mx/cms/uploads/attachment/file/63818/tratado1882mexguat.pdf
Hugo Saúl Rojas Pérez
Mexicano. Doctor en antropología social por la Universidad Iberoamericana. Actualmente es profesor-investigador de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas. Líneas de investigación: procesos transfronterizos Chiapas-Guatemala. Publicación reciente: Rojas Pérez, H. S. (2024, mayo-junio). Comercio transfronterizo Chiapas-Guatemala y las paradojas de sus desigualdades. Gaceta Movilidades Humanas. Territorios, flujos y personas migrantes, 1(4), 10-12. https://secihti.mx/wp-content/uploads/publicaciones_conacyt/Movilidades/Movilidades_Humanas_4.pdf
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