ArtículoEstudios Fronterizos, vol. 12, núm. 23, 2011, 117-148

Apostillas sobre la impronta simbólica del desierto–territorio en la identidad cultural de Mexicali y su valle


Apostilles on the symbol of the desert in cultural identity of Mexicali and its Valley


Hugo Méndez Fierros*, Ernesto Israel Santillán Anguiano**


* Docente de la Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Autónoma de Baja California.
Correo electrónico: hugomendez@uabc.edu.mx

** Docente de la Facultad de Pedagogía e Innovación Educativa, Universidad Autónoma de Baja California.
Correo electrónico: santillan_er@uabc.edu.mx


Resumen

De manera recursiva el territorio geográfico desértico y la cultura de los habitantes de la zona fronteriza que ocupa Mexicali y su valle agrícola se han ido transformando y con ello han generado una serie de rasgos culturales que han contribuido a la construcción de una identidad regional con anclajes en lo desértico. Precisamente, este artículo tiene como objetivo principal pensar la relación establecida entre desierto y cultura desde una perspectiva teórico–conceptual y aportar con ello a la construcción de un marco general que pueda ser de utilidad para investigaciones de corte empírico acerca de la identidad cultural en Mexicali y su valle.

Palabras clave: desierto, frontera, territorio, identidad, cultura.


Abstract

The desert territory and the culture of the inhabitants of the border zone that occupies Mexicali and its agricultural valley have been transformed and in this way they have generated several cultural characteristics that have contri–buted to the construction of a regional identity with anchorages in the arid geography. Indeed, the central objective of this article is to think the relation established between desert and culture, from a theoretical–conceptual perspective and to contribute, in this way, to the construction of a general frame that can be useful for other empiricist researches about the cultural identity in Mexicali and its agricultural valley.

Keywords: desert, border, territory, identity, culture.


Introducción

Los habitantes de la zona fronteriza que ocupa Mexicali y su valle agrícola han generado a partir de la ocupación social y la apropiación simbólica del territorio una serie de rasgos culturales que han contribuido a la construcción de una identidad regional con anclajes en lo desértico, de tal suerte que recursivamente lo geográfico y lo cultural se han ido transformando en el tiempo.

En este sentido, el objetivo central de este artículo es pensar la relación dialógica entre el desierto y la cultura desde una perspectiva teórico–conceptual y aportar a la construcción de un marco general que pueda ser de utilidad para investigaciones de corte empírico acerca de los tópicos de este trabajo. Para ello, se ha estructurado el contenido a partir de cuatro apartados: el primero de éstos ha sido denominado “El desierto: de espacio en soledad a territorio apropiado en Mexicali”. Aquí se plantea un marco contextual del espacio que se observa en este trabajo, aunado a los procesos de apropiación dibujados en la línea del tiempo de la ocupación social del mismo. El segundo acápite es “El espacio fronterizo: región sociocultural”. La intención es poder reconstruir desde una perspectiva histórica la configuración de lo fronterizo desértico como zona de atracción para inmigrantes y como espacio de relevancia político–cultural para México y Estados Unidos.

El tercer apartado aparece titulado como “Identidad regional”. Aquí la intención es delinear con sumo cuidado la concepción simbólica de lo identitario regional en la zona árida de Mexicali y su valle agrícola con el fin de aproximarse a la construcción de un marco general que pudiera ser de utilidad para ulteriores investigaciones de corte empírico acerca de tópicos afines a los tratados en este artículo; sin duda, este tercer apartado es una especie de colofón anticipado en este trabajo que pretende discutir teórica y conceptualmente las particularidades de la identidad cultural de los mexicalenses. Y finalmente, a manera de cierre, se presentan algunas notas esbozadas en la sección nombrada “Consideraciones últimas”.


El desierto: de espacio en soledad a territorio apropiado en Mexicali

Geográficamente, la zona desértica puede definirse como un terreno de grandes extensiones donde la vegetación es pobre y las condiciones climáticas son extremadamente duras, tanto que dificultan la vida de sus habitantes. La tierra es árida, ya sea por las mínimas lluvias o por la permeabilidad del suelo, la evaporación y transpiración de las plantas también es escasa, la intensa y constante luz solar en los meses de verano, y el intenso calor, son algunos de los factores que han limitado el establecimiento de grandes poblaciones (Salas, 2006).

Los desiertos del mundo están catalogados en zonas semiáridas, áridas e hiperáridas a partir de las características del suelo, temperaturas ambientales y precipitaciones pluviales que privan en ellas, las cuales de entrada connotan adversidad para la vida humana; no obstante, actualmente unos 500 millones de seres humanos viven en desiertos y márgenes de desiertos, totalizando 8% de la población mundial (PNUMA, 2002).

Los seres humanos que habitan las zonas que componen los desiertos deben crear distintas soluciones culturales para poder adaptarse a las condiciones adversas que se presentan en dichos ecosistemas. Cada ecosistema posibilita la construcción de una cultura específica que, a su vez, constituye sistemas complejos y coherentes capaces de engendrar nuevos procesos ecosistémicos y socioculturales.

Con base en lo anterior, se puede afirmar que la naturaleza “pura” es una ficción y que históricamente la complejidad humana ligada a la natural han constituido un todo articulado por una variedad de funciones e interrelaciones que integran etnicidades ecológicas (Parajuli, en Velasco, 2003).

En congruencia con lo anterior, se puede decir que

[...] los recursos naturales de un determinado hábitat ofrecen al hombre diversas posibilidades para su establecimiento y desarrollo. Este hábitat constituye un conjunto de elementos como suelo, clima, fauna y flora que el ser humano valora y convierte en una forma de habitar, es decir, transforma esos elementos en un problema o en recursos potenciales. El uso de las capacidades, imaginación, ingenio, razonamientos y emociones específicas del hombre como soluciones latentes y el aprovechamiento de las posibilidades geográficas y espaciales como recursos potenciales del hábitat, hacen del fenómeno humano una forma de habitar que es específica para cada ambiente, construyendo un conjunto de soluciones culturales que le permiten adaptarse a las condiciones del entorno, de tal manera que lo que llamamos naturaleza es una parte de la condición humana cuando ejercita el proceso de habitar (Salas, 2004:11).

En México una tercera parte del territorio de la zona norte está constituida por territorios áridos y semiáridos en lo que se conoce como el Gran Desierto Americano, mientras que hacia el sur en la península de Baja California, se ubica el desierto del Vizcaíno (Schorr, 2004). Se puede interpretar que a lo largo de los últimos diez mil años, los diferentes grupos humanos que han habitado el desierto del norte de México han enfocado su atención en el desarrollo de formas de apropiación y el manejo del medio ambiente como estrategias de supervivencia (Salas, 2006).

Para Walter (1996:7), lo que se conoce actualmente como “valle de Mexicali” es un territorio que para principios del siglo XX correspondía a la parte sureña de la gran llanura aluvial formada por el Río Colorado. Al norte se encuentra la frontera México–Estados Unidos; al sur el Mar de Cortés; al oeste el complejo montañoso cerro Centinela–sierra Cucapá–cerro El Mayor; al este el Río Colorado que hasta 1909 era el límite con el estado de Sonora. Posteriormente cambió su cauce (Walter, 1996:7). Actualmente cuenta con una extensión de 273,400 hectáreas aptas para el cultivo, de las cuales se siembran menos de 200 mil (Moreno, 1994:157).

El valle de Mexicali, ubicado en la figura 1 en un imaginario triangulo entre Mexicali, Yuma y el Golfo de California o Mar de Cortés, es una zona que pertenece al Gran Desierto Americano. Éste comprende los estados de California, Arizona, Nuevo México, Baja California, Baja California Sur, Sonora, Coahuila y Chihuahua (Galindo, 2006:164).

La región geomorfológica en la cual se encuentra la ciudad de Mexicali y su valle es denominada “bajo delta del Río Colorado”. Es posible distinguir cuatro unidades fisiográficas: las planicies, las mesetas, las terrazas y el macizo montañoso de la Sierra Cucapá. Las planicies coinciden por lo general con la zona agrícola, con pendientes al Mar de Cortés y a Mexicali (Walter, 1996:19). La planicie o valle que corre de noroeste a suroeste tiene un parteaguas que corre del volcán Cerro Prieto hasta Los Algodones. Los Algodones es la parte más alta con 35 metros sobre el nivel del mar y la más baja es el fondo de Salton Sea con 80 metros bajo el nivel del mar. Estas características hicieron posible que en el siglo XIX se pensara en irrigar esta zona con el agua del Río Colorado (Sánchez, 2004: 33). Dentro de las planicies, muy cerca de la Sierra Cucapá, existen formaciones basálticas cuyo origen es el volcán Cerro Prieto, siendo la principal zona de energía geotérmica en México. Las mesetas y terrazas, con forma plana y escalonada, se encuentran en los extremos oriental, occidental, norte y sur del valle. Las mayores mesetas son: la mesa de San Luis, la de Andrade y las terrazas de la Sierra Cucapá (Walter, 1996:19).

La zona fronteriza entre los estados de Baja California y Sonora, en México, y Arizona y California, en Estados Unidos, constituye un territorio árido irrigado que se caracteriza por la presencia del sistema hídrico del Río Colorado. Fue en esta región donde hace poco más de cien años nació la capital del estado de Baja California, Mexicali, que hoy representa un emporio agrícola e industrial con casi un millón de habitantes (Schorr, 2004). Como se ha mencionado, es una zona caracterizada como árida subtropical que integra las cuencas de grandes ríos que son aprovechados para la agricultura. Los valles Imperial y Coachela y el valle de Mexicali comparten tierras del delta del Río Colorado, con suelos aluviales profundos, áridos pero fértiles (Galindo, 2006). Los suelos de esta zona han sido producidos por el acarreo constante de material sedimentario arrastrado por el Río Colorado y sus afluentes, que al irse acumulando fueron eliminando el agua en combinación con la evaporación producida por las altas temperaturas, dando origen a altos contenidos de sales (Sánchez, 1990).

Debido a que una importante extensión territorial de la región transfronteriza entre el valle de Mexicali y el Valle Imperial (EUA) se localiza por debajo del nivel del mar y las montañas al oeste no permiten la llegada de la humedad en este espacio, el promedio anual de lluvia es de 70 milímetros aproximadamente. A pesar de ello, la región se cuenta entre las zonas agrícolas más productivas tanto en Estados Unidos como en México (Collins, 2005).

Para lograr la adaptación al ecosistema desértico, las diferentes poblaciones que han ocupado el espacio de lo que hoy se conoce como “Mexicali y su valle” han requerido una serie de instrumentos simbólico–culturales, los cuales se han vuelto más complejos por el hecho de ser un territorio delimitado por fronteras administrativas. La frontera se ha convertido en una síntesis de hibridación cultural y, en el caso específico de Mexicali y su valle, el entorno ha sido la impronta donde se mezclan etnicidades y recursos medioambientales (Méndez, 2007).

Durante las últimas décadas, la frontera se ha caracterizado por tener un crecimiento demográfico relativamente mayor respecto del resto del país y por su importante contribución a la economía nacional. Tanto el dinamismo demográfico como el económico de la región puede explicarse por la fuerte influencia que se recibe de la economía de Estados Unidos (Ordóñez, 2006). Mexicali ha vivido un crecimiento poblacional intenso: en 1930 tenía 29,895 habitantes y en 1950 ya contaba con 124,365 pobladores. Este rápido incremento experimentado en Mexicali desde la mitad del siglo XX refleja el influjo de personas de todas partes de México para buscar mejores oportunidades de trabajo –por ende, de sobrevivencia– en la agricultura y en la entonces incipiente industria maquiladora. Sólo en Baja California, con base en el II Conteo de Población y Vivienda 2005, se contaba con una población de 2,844,469 habitantes, con una tasa de crecimiento de 2.4% anual; de seguir creciendo a este ritmo duplicará su población en tan sólo 29 años aproximadamente (Consejo Estatal de Población de Baja California, 2008). Es importante destacar que Mexicali tiene un proyecto de crecimiento para las siguientes décadas que iría de los 764,602 habitantes que tenía en el año 2000, hasta casi dos millones en el año 2040 (Oficina del Censo de los Estados Unidos e inegi, en Collins, 2005). Lo anterior, se infiere, generará un enorme impacto en el uso social del agua, las necesidades de consumo eléctrico y, por consiguiente, en la adaptación a las variaciones que se suscitarán en el clima extremo de esta región.

Entre más crece una ciudad, la diversidad de las expresiones culturales puede registrar también un incremento, sobre todo si como en el caso de Mexicali, recibe inmigrantes de diversas latitudes, pero bien es cierto que el medio ambiente natural también marca condicionamientos de vida (Gárate, 2005). Es por eso que hoy no podríamos entender la “cultura fronteriza” de esta región, por un lado, sin el aporte de grandes grupos de jaliscienses y michoacanos, de chinos y japoneses, pero sobre todo de personas provenientes de Sonora y Sinaloa.

Por otro lado, tampoco se entendería la cultura de esta zona sin observar la incorporación al imaginario colectivo del clima extremo (el “calorón termonuclear” estampado en calcomanías y camisetas), el agua (con los oasis en forma de canal de riego) y la energía eléctrica (elemento cuasivital, codiciado, de connotaciones superheroicas en la adaptación al extremo clima) como personajes míticos.

La llegada de los inmigrantes significó una aventura sociocultural, que en buena medida, fue medioambiental. Casi ninguno de ellos había sentido el desierto, tampoco su clima, sus plantas y desconocía su fauna. Una forma de responder a ese desconocimiento fue pasar de la añoranza de la conciencia a la toma de decisiones y con ello a la acción. No hay otra forma de explicar cómo, de pronto esta ciudad empezó a tener en sus patios extendidos, una flora que jamás fue parte del desierto. Con bajos niveles educativos y con una identidad cultural modelada por las cuestiones de territorialidad, fue naciendo un ecosistema urbano influenciado en su aspecto macro por una mezcla de la arquitectura californiana pero con patios al estilo de las construcciones del centro y del occidente mexicano (Gárate, 2005: )

Para lograr la adaptación a un ecosistema –el árido en el caso que nos ocupa– se requiere una serie de instrumentos técnicos, simbólicos y sociales que hombres y mujeres comportan como parte de su cultura y que ponen en juego en la vida cotidiana para reinventar su forma de habitar, tal como lo hicieron los primeros pobladores de Mexicali, los “fundadores” o “pioneros”, como se les reconoce en los discursos institucionales, canciones populares, páginas Web turísticas o en algunos nombres de comercios, haciendo referencia recurrentemente a los forjadores o héroes que ante la adversidad anclaron sus sueños y esperanzas a las áridas tierras y con empeño, sudor y valentía fincaron los cimientos de esta urbe fronteriza (Méndez, 2006).

Puede decirse entonces que la base fundamental del desarrollo social y cultural de los distintos grupos humanos que han poblado el espacio de Mexicali y su valle se ha dado a partir de un proceso de terrritorialización, esto es, de un proceso de apropiación del espacio. Este proceso ha estructurado y transformado el territorio y la apreciación sobre él, según diferentes comportamientos de los grupos poblacionales. La historia de Mexicali y su valle es la síntesis de una hibridación cultural construida en un entorno desértico con la impronta de cada una de las etnicidades y los recursos antes mencionados. Ahí la influencia del espacio natural en los repertorios simbólicos que componen la cultura han tejido las posibilidades de una ocupación social que aun en la distancia de la fundación de la ciudad sigue antojándose como un reto cotidiano que en ocasiones evoca la imposibilidad.

Se debe subrayar que la adaptación cultural a un ecosistema árido se hace más compleja cuando los desiertos comienzan a ser atravesados por fronteras administrativas. Sujeto a estas circunstancias, el problema ecológico se transforma en social, económico y político (Salas, 2004). Mexicali constituye precisamente una frontera desértica en la que pobladores establecidos y sujetos que integran la población flotante en búsqueda del american way of life enfrentan distintas problemáticas vinculadas al agua, clima y energía, que han pasado de ser netamente ecológicas a los planos político, económico y social.

En la frontera México–Estados Unidos el concepto geográfico de las fronteras pioneras se agotó en el siglo XIX en el pais vecino, mientras que en México claudicó con la “integración simbólica” de Baja California al resto del país, hecho que se suscitó hasta el siglo XX con la introducción de sistemas de transporte a lo largo del desierto de Altar; hasta entonces dichas fronteras eran entendidas como importantes espacios por ocupar.

Históricamente, es a partir del proceso de independencia, que culminó en 1821, que el gobierno mexicano intenta mantener el control de la zona norte del país permitiendo la entrada de asentamientos de norteamericanos ante la falta de población nativa y la precaria comunicación con esta zona. Sin embargo, ante la pérdida del territorio de Texas y la posterior firma del Tratado de Guadalupe–Hidalgo en 1848, donde se estableció el límite actual de la frontera entre Baja California y los Estados Unidos, el gobierno se vio obligado a concesionar tierras a varias empresas con la obligación de que las mismas fueran colonizadas (Sánchez, 1990). Después de la derrota militar mexicana frente a los estadounidenses, el nuevo trazo de la frontera entre los dos países en 1848, y con la modificación posterior en 1853, las regiones recién trazadas en la frontera se caracterizaron por su marginalidad y por su distancia respecto al centro de poder político y económico, sin yacimientos mineros que hubieran fortalecido las comunicaciones. El espacio fronterizo del norte de México se redujo a unos cuantos núcleos dispersos en un espacio salvaje, olvidado y desértico (Vannepeh, 1994).

En esta región septentrional se dieron los cambios y flujos a partir de dos escenarios sumamente importantes e interconectados: a) una migración que estuvo anclada a una red de transporte; y b) flujos de mercancías que de la misma forma dependieron de las redes mencionadas. Por otra parte, los flujos de capitales no pasaban por el territorio fronterizo, mucho menos llegaban a éste –todo se concentraba en la capital del país por el Estado centralizado–. El control del territorio definido en la jurisdicción política del país impedía asentamientos de extranjeros, de la misma manera inversiones directas; a partir de esto se puede explicar la clandestinidad que dio vida a las ciudades fronterizas del noroeste: Tijuana, como ejemplo notable.

Entre 1873 y 1894, durante el gobierno de Porfirio Díaz, el capital extranjero ingresó sin mayores problemas ya que se promulgaron nuevas leyes de colonización que permitían a las compañías deslindadoras apropiarse de hasta la tercera parte de los territorios reclamados. Estas políticas pretendían establecer centros poblacionales en regiones despobladas, al mismo tiempo que promovían una agricultura comercial para la exportación y el mercado interno –mientras a nivel mundial estas políticas se correspondían con el desarrollo de la expansión del capital internacional que buscaba desarrollar diferentes enclaves en territorios con potencial productivo–. En el caso de los capitales estadounidenses, la expansión hacia el suroeste resultaba atractiva, ya que las tierras cercanas al Río Colorado pudieron fácilmente incorporarse al mercado (Moreno, 1994:158–159).

La política expansionista estadounidense y la necesidad de encontrar nuevos mercados después de la Guerra de Secesión hicieron atractiva la idea de utilizar la frontera con México como una zona de intercambios comerciales históricamente favorables sólo a Estados Unidos. Uno de los principales factores que determinaron desde mediados del siglo XIX el interés por esta zona geográfica fue sin duda la necesidad de los estadounidenses por utilizar las aguas del Río Colorado como fuente de irrigación tanto para la zona del desierto norteamericano como también para la zona mexicana, dada su potencialidad agrícola (Álvarez, 2006:159–161).

Para finales del siglo XIX, prácticamente la totalidad del territorio norte de la Baja California se encontraba en manos extranjeras, esto mediante una serie de maniobras y especulaciones de las compañías deslindadoras (Moreno, 1994:159; Herrera, 2002:55). En 1902 se constituyó la California Mexico Land & Castle Company y una filial de la misma empresa, la Colorado River Land Company S. A., que nace como una empresa “mexicana” con accionistas norteamericanos el 18 de noviembre de ese mismo año (Sánchez, 1990:34–35, Gómez, 1995:226). Su objetivo era “adueñarse de todos los terrenos comprendidos dentro del triángulo formado por las márgenes del Río Colorado, las estribaciones de la sierra de los Cucapá y la línea fronteriza con los Estados Unidos” (Herrera, 2002:136). Ya instalada en el valle de Mexicali, la Colorado inició una serie de movimientos de compra de terrenos que tenían otras compañías, llegando finalmente a controlar 325,492 hectáreas, lo que la convertía de facto en la dueña del valle de Mexicali. En 1922, la Colorado River Land Company instala una empresa de nombre Lower Colorado Gining Co. S. A., la cual llegó a ser la despepitadora de algodón más grande del mundo, convirtiendo a la Colorado en el rancho algodonero más grande del mundo. Con el objetivo de trasformar y procesar el producto, para 1925 se instala la Compañía Industrial Jabonera del Pacífico, cuyos miembros del consejo eran socios de la Colorado. Así, la Colorado River Land Company no sólo controló la producción de sus arrendatarios, sino que ejerció un control sobre los principales medios de producción del valle de Mexicali, además de dominar todas las etapas del proceso de producción del algodón (Moreno, 1994:162–165).

Durante todo este periodo lo que prevalece en el recuerdo colectivo es sin duda el periodo cardenista. Taylor (2000:48) reconoce en esto un culto en torno al legado histórico del cardenismo. Al convertir el Territorio a Estado de Baja California las políticas y acciones del gobierno federal de Cárdenas tuvieron una mayor participación que las acciones de la población (Taylor, 2000:48).

En enero de 1931 un grupo de campesinos solicitantes de tierra invadió los terrenos de la Colorado River Land cercanos al volcán Cerro Prieto; a estos sucesos se les ha recordado regionalmente como el movimiento del “Asalto a las Tierras”. Al ser encarcelados los líderes, el gobierno federal intervino organizando una Comisión Agraria Mixta y creando un Departamento Agrario (Walter, 1996:55). El 25 de enero de 1937, varias comunidades agrarias se reunieron en virtud del llamado de un grupo de líderes locales relacionados con la Confederación de Trabajadores de México (CTM). El objetivo era invadir las tierras en posesión de extranjeros, fundamentalmente de la Colorado River Land Company. Un grupo de campesinos se entrevistó con Cárdenas, logrando que éste expropiara las tierras de las compañías extranjeras en Mexicali, Tijuana y Rosarito. Éste fue el primer paso de la reforma agraria, distribuyéndose una superficie de 90,500 hectáreas entre 16 mil familias y otras 60,500 entre pequeños propietarios y colonos, entregándose dotaciones de 20 hectáreas a algunos campesinos. El objetivo del gobierno federal era además asegurar la propiedad sobre las aguas del Río Colorado y así garantizar que la mitad del agua pudiera reservarse apara México (Alanís, 2001)(Figura 2).

Sin embargo, el establecimiento de la zona libre, que naciera en Tamaulipas y llegara a Baja California en 1937 por decreto del presidente Lázaro Cárdenas, marcó un derrotero diferente para las regiones fronterizas que encontraron un esquema de enormes ventajas y motivó su población; de ahí entonces que la señal de control del territorio fuera el decreto de zona libre.

Hasta antes de la profusa llegada de inmigrantes suscitada entre 1940 y 1960, el territorio estaba constituido por vastas planicies áridas con escasa vegetación y climas extremos, particularmente en el oeste. Como ya se comentó párrafos antes, se recibieron contingentes de personas de distintas partes del sur de México y también del extranjero, con lo que se incrementó la ocupación social de esta región fronteriza. El proceso de la Reforma Agraria cambiaría de nuevo el paisaje rural del valle de Mexicali, de una frontera borrada a un conjunto de redes, marcado por lógicas territoriales reales y fuertes tendencias de impresión de la identidad hacia el espacio. Como se ha mencionado anteriormente en función del proceso de distribución de la tierra, se crearon nuevos ejidos y colonias, si bien algunos perdieron importancia y otros terminaron por desaparecer –todo indica que el proceso de transformación espacial entre 1921 y 1950, al menos en lo referente a los asentamientos humanos, estuvo ligado a las ciudades–estaciones en los tramos del ferrocarril Intercaliforniano y de las nuevas carreteras que cruzaron el valle (Toudert, 1997).

El magnetismo del progreso en las tierras septentrionales se había regado como pólvora en los pueblos del sur, sumidos muchos de ellos en el hambre y la falta de expectativas en un futuro que a juzgar por el presente de ese momento histórico, se adivinaba incierto y más cercano a la penumbra por el dominio caciquil de la época. Por ello, múltiples contingentes se arriesgaron a la faena de cruzar a pie o en mula el desierto de Altar y nadando o en balsa el Río Colorado para llegar a la tierra que prometía un futuro de progreso económico y buen vivir.

Dentro del presente trabajo se utilizan conceptos relacionados a la acción social enmarcada en contextos geográficos: espacio, territorio, paisaje o lugar. Dichos conceptos se toman del trabajo de Gilberto Giménez (2001) por considerarse un referente teórico de importancia.

Se considera al espacio como la materia prima a partir de la cual se construye el territorio y, por lo mismo, tendría una posición de anterioridad respecto a este último. El espacio sería una porción cualquiera de la superficie terrestre considerada un antecedente a toda representación y a toda práctica. El espacio no es sólo un dato sino también un recurso escaso debido a su finitud intrínseca y, por lo mismo, constituye un objeto de disputa permanente dentro de las coordenadas del poder (Giménez, 2001).

El territorio regional como concepto es definido por Armand (en Giménez, 2001) de la siguiente forma:

De una manera general, la región se presenta como un espacio intermedio, de menor extensión que la nación y el gran espacio de la civilización, pero más vasto que el espacio social de un grupo y, a fortiori, de una localidad. Ella integra los espacios vividos y los espacios sociales confiriéndoles un minimun de coherencia y de especificidad. Éstas las convierten en un conjunto estructurado (la combinación territorial) y la distinguen mediante ciertas representaciones en la percepción de los habitantes o de los extranjeros (las imágenes regionales) (Gimenez, 2005:433)(Cuadro 1).

De ahí entonces, el territorio se presenta a los ojos de los seres humanos en múltiples escalas pues contempla dimensiones espaciales locales, regionales, nacionales, supranacionales y mundiales; esta característica de la concepción territorial permite pensar la multidimensionalidad de la apropiación del territorio.

En este sentido,

[…] la apropiación del espacio puede ser prevalentemente utilitaria y funcional, o prevalentemente simbólico–cultural. Por ejemplo, cuando se considera el territorio como mercancía generadora de renta (valor de cambio), fuente de recursos, medio de subsistencia, ámbito de jurisdicción del poder, área geopolítica de control militar, como abrigo y zona de refugio, etcétera, se está poniendo el énfasis en el polo utilitario o funcional de la apropiación del espacio. En cambio, cuando se considera como lugar de inscripción de una historia o tradición, como la tierra de los antepasados, recinto sagrado, repertorio de geosímbolos, reserva ecológica, bien ambiental, patrimonio valorizado, solar nativo, paisaje natural, símbolo metonímico de la comunidad o referente de la identidad de un grupo, se está privilegiando el polo simbólico–cultural del espacio (Giménez, 2005:432).

Más allá, a través del concepto de territorio utilizado por la nueva geografía se puede, según palabras de Giménez (2005b), encuadrar correctamente fenómenos socioculturales como el arraigo, el apego y el sentimiento de pertenencia a un determinado territorio, como al árido fronterizo, por ejemplo; así como también es susceptible este enfoque para acercarse a la comprensión de la movilidad humana, las migraciones internacionales e incluso los fenómenos ligados a la globalización.

Aquí es importante traer a una revisión lacónica el concepto de paisaje:

[…] elaborado por la geografía clásica alemana y francesa que ha transmigrado también a la geografía cultural norteamericana [el cual puede ser entendido] como instancia privilegiada de la percepción territorial, en donde los actores invierten en forma entremezclada su afectividad, imaginario, y aprendizaje sociocultural.

En efecto, como dice Roger Brunet (en Giménez, 2005),

[...] el paisaje sólo puede existir como percibido por el ojo humano y vivido a través del aparato sensorial, afectivo y estético del hombre. Por consiguiente, pertenece al orden de la representación y la vivencia. Aunque no debe olvidarse que, como todo territorio, también el paisaje es construido, es decir, resultado de una práctica ejercida sobre el mundo físico, desde el simple retoque hasta la configuración integral. Podríamos definirlo sumariamente como “un punto de vista de conjunto sobre una porción del territorio, a escala predominantemente local y, algunas veces, regional” (2005:436).

Es una instancia privilegiada de la percepción territorial en la que los actores invierten en forma entremezclada su afectividad, su imaginario y su aprendizaje sociocultural. Por consiguiente, pertenece al orden de la representación y de la vivencia; aunque, como todo territorio, el paisaje también es construido, es decir, es el resultado de una práctica ejercida sobre el mundo físico en tanto espacio concreto cargado de símbolos y de connotaciones valorativas; osea, el paisaje funciona frecuentemente como referente privilegiado de la identidad socioterritorial (Giménez, 2001). El paisaje es a la vez matriz e impronta de la cultura: matriz puesto que las instalaciones y las formas que lo estructuran contribuyen a transmitir usos y significados de una generación a otra; impronta porque cada grupo contribuye a modificar el espacio que utiliza y a grabar las marcas de su actividad en él y los símbolos de su identidad (Claval, 1999).

Como puede observarse, estos tres niveles de relación entre el entorno geográfico y la construcción cultural que de él hacen sus habitantes o pobladores es consecuencia de una dinámica cultural e histórica particular que nos permite establecer un cuarto concepto, el de región sociocultural (Bracho, 2005) o región cultural (Giménez, 1994), que es inherente a la dinámica espacial. Esta región cultural es de alguna manera la expresión espacial, en un momento dado, de un proceso histórico. Esto permite que los pobladores de un determinado territorio experimenten, a lo largo de un historia común, un estilo de vida particular que puede conferirles una identidad colectiva. Con esto, se ha pasado de una realidad territorial “externa” culturalmente marcada a una realidad territorial “interna” e invisible, resultante de la “filtración” subjetiva de la primera con la cual coexiste (Giménez, 1999).

Este proceso de interiorización colectivo implica, en términos del propio Giménez, compartir el complejo simbólico–cultural. Lo que provoca en términos llanos la incorporación de los actores individuales a la colectividad. Este proceso puede ser definido como pertenencia socio–territorial o identidad regional, y no es otra cosa que el nivel de pertenencia a la colectividad fundamentada en su sentido territorial, esto es, en el sentido de la influencia del territorio en la conformación de la estructura de la colectividad y de las relaciones entre sus miembros. El territorio, entonces, tiene un papel simbólico en la construcción de las relaciones humanas de sus pobladores, es decir, no es sólo el “contenedor” material de la dinámica social (Giménez, 1999).

Los fenómenos de arraigo, apego, pertenencia socioterritorial y elaboración paisajística son construcciones simbólicas generadas a partir de bagajes culturales específicos y sin duda intervienen de manera importante en la constitución identitaria social. A partir de lo anotado en este apartado, cobra relevancia la discusión acerca del concepto de identidad para aproximarnos al objetivo planteado al inicio: pensar la relación entorno natural–identidad regional en el territorio árido fronterizo de Mexicali y su valle.


Identidad regional

La identidad como objeto de estudio sólido e importante para los interesados en crear conocimiento dentro del campo de las ciencias sociales es relativamente joven, su aparición está relacionada con los movimientos sociales que emergieron entre la segunda mitad y finales del siglo pasado, que han visto como una oportunidad el uso de esta categoría analítica para criticar las relaciones de dominación, por ejemplo, en las diferencias étnicas y de género.

El concepto de identidad es uno de esos conceptos de encrucijada hacia donde converge una gran cantidad de las categorías centrales de la sociología. Pero además de esto, existe la percepción creciente de que la identidad constituye un elemento fundamental de la vida social, sin la cual sería inconcebible la interacción social (Giménez, 2004). El uso del término identidad en ciencias sociales es relativamente reciente, y en términos de Claudio Lomnitz (2002) poco examinado. De hecho ninguno de los principales fundadores de las ciencias sociales, Marx, Weber o Durkheim, lo utilizaron. Quizás la categoría weberiana de status, la conciencia de clase de Marx, o las categorías de solidaridad mecánica y orgánica junto con las representaciones colectivas de Durkheim son las que ofrecen antecedentes al estudio de la identidad.

Dentro de las ciencias sociales existen básicamente dos maneras encontradas de entender la identidad: por un lado, una visión esencialista que considera a la identidad como producto de una naturaleza idéntica compartida; y por otro, la construccionista, que considera a la identidad como una construcción artificial producto de la interacción social (Lomnitz, 2002). En términos generales el presente trabajo se inscribe en el segundo enfoque.

Esta pertinencia de la identidad como categoría de análisis sociocultural ha tomado un impulso importante a partir de la introducción de nuevas problemáticas inherentes a la relación dialéctica entre la globalización y algunos localismos; según Giménez (2000), “la transnacionalización de las franjas fronterizas y, sobre todo, los grandes flujos migratorios que han terminado por transplantar el mundo ‘subdesarrollado’ en el corazón de las naciones desarrolladas, lejos de haber cancelado o desplazado el paradigma de la identidad… [lo han reforzado] como instrumento de análisis teórico y empírico”.

Un buen comienzo para entender la identidad es aproximarnos a su definición conceptual: ¿qué es la identidad? Ya en 1967 Peter Berger y Thomas Luckmann, en su importante obra sociológica La construcción social de la realidad, exponían que la identidad era el resultado de un proceso bidireccional y continuo entre la realidad subjetiva individual y la sociedad.

La identidad se forma por procesos sociales. Una vez que cristaliza, es mantenida, modificada o aun reformada por las relaciones sociales. Los procesos sociales involucrados, tanto en la formación como en el mantenimiento de la identidad, se determinan por la estructura social. Recíprocamente, las identidades producidas por el interjuego del organismo, conciencia individual y estructura social, reaccionan sobre la estructura social dada, manteniéndola, modificándola o aun reformándola (Berger, 1998:216).

Adam Kuper, desde la mirada antropológica de la cultura, aporta:

La palabra identidad conforma un oxímoron –un encadenamiento retórico de palabras aparentemente contradictorias– cuando se usa en relación con un individuo, dado que ¿cómo un individuo puede no ser igual a sí mismo? En psicología, la identidad se puede referir a la continuidad de una personalidad en el tiempo: se es idéntico (más o menos) a lo que se era, en su día. Sin embargo, más habitualmente la noción de identidad se conecta con la idea de que el yo tiene algunas propiedades esenciales y otras contingentes” (Kuper, 1999:270).

En ese mismo orden de ideas, el estudioso francés Edgar Morin establece (en Giménez, 2005b:13): “Toda unidad compleja es al mismo tiempo una y compuesta... la identidad del individuo comporta esa complejidad, y más todavía es una identidad una y única, no la de un número primo, sino al mismo tiempo la de una fracción (en el ciclo de las generaciones) y la de una totalidad”.

Por su parte, el especialista en temas de la cultura y la frontera México–Estados Unidos, José Manuel Valenzuela, puntualiza que

[...] las identidades son inevitables y concomitantes a la misma existencia del ser humano; sin embargo, no se presentan como baldosas descomunales de las cuales el individuo nunca pueda librarse, ni se asumen como mandato divino. El hombre no se encuentra sujeto inevitablemente a ninguna identidad específica; las identidades son cambiantes, y los sujetos tienen capacidad relativa de discriminación, selección y adscripción” (2000:18).

Con un enfoque compartido con las aportaciones anteriores, Giménez aclara y simplifica: “la identidad no es más que el lado subjetivo de la cultura y se constituye en virtud de un juego dialéctico permanente entre autoafirmación (de lo mismo y de lo propio) en y por la diferencia” (2005b:11). Si partimos de la idea de que la identidad no es más que la cultura interiorizada por los sujetos, considerada como una función que permite diferenciarnos y contrastarnos en relación con otros sujetos, podemos entender que los conceptos de cultura y de identidad constituyen una pareja indisociable, y también podemos entender que la concepción que tengamos de cultura definirá entonces nuestra concepción de identidad.

Estamos situados en el tejido conceptual de la identidad individual, la del yo, la del sujeto que interactúa con otros y en ese proceso de confrontación del yo se reconstruye a sí mismo, a cada paso del devenir cotidiano, en la plática con el vecino y al enfrentar los largos días laborables en la maquiladora, en la oficina como servidor público, en los múltiples roles que tienen los actores cuando son hijos, padres, esposos, hermanos, alumnos, jefes, subordinados, compadres, consumidores, votantes, miembros del club, etcétera.

La identidad desde el punto de vista de las personas individuales [se define] como una distinguibilidad cualitativa y específica basada en tres series de factores discriminantes: una red de pertenencias sociales (identidad de pertenencia, identidad categorial o identidad de rol); una serie de atributos (identidad caracterológica); y una narrativa personal (identidad biográfica)... [En suma, la identidad individual se puede definir como] la representación que tienen las personas de sus círculos de pertenencia, de sus atributos personales y de su biografía irrepetible e incanjeable (Giménez, 2005b:28).

En el presente trabajo optamos por la tesis según la cual la identidad se inscribe dentro de una teoría de los actores sociales (Giménez, 2006). Para ello resumiremos los parámetros fundamentales que definen a los actores sociales (individuales o colectivos) según el trabajo de Giménez:

  1. Todo actor ocupa siempre una o varias posiciones en la estructura social. Los actores son indisociables de las estructuras y siempre deben ser estudiados como insertos en sistemas. Esto toma una importancia relevante en el caso de los estudios referentes al espacio urbano y al territorio.
  2. Ningún actor se concibe sino en interacción con otros, sea en términos inmediatos o a distancia.
  3. Todo actor social está dotado de alguna forma de poder, en el sentido de que dispone siempre de algún tipo de recursos que le permite establecer objetivos y movilizar los medios para alcanzarlos.
  4. Todo actor social está dotado de una identidad. Ésta es la imagen distintiva de sí mismo en relación con otros. Se trata de un atributo relacional, por lo tanto, este parámetro se encuentra en estrecha relación con el segundo parámetro.
  5. En estrecha relación con su identidad, todo actor social tiene también un proyecto, es decir, algún prospecto para el futuro, alguna forma de anticipación del porvenir.
  6. Todo actor social se encuentra en constante proceso de socialización, lo que quiere decir que nunca termina de configurarse definitivamente.

De esta manera, se comprende que la identidad implica una construcción y no un legado pasivamente heredado (Mato, 1993). La tarea de construcción de la identidad cultural es fundamentalmente un proceso permanente y en buena medida inconsciente, realizada por universos sociales que involucran a diversos actores y fuerzas sociales, a veces en términos conflictivos, capaces de imponer categorías ideológicas sobre una población, cuyo producto se constituye con la superposición de innumerables dimensiones. Este proceso no es único e individualizado pero su conformación involucra identidades individuales y concepciones de identidad grupal que conforman uno o más procesos de identificación social (Velásquez, 1993).

Desde un punto de vista estrictamente relacional y situacionista, se entiende como identidad al conjunto de repertorios culturales interiorizados (representaciones, valores, símbolos, etc.) mediante los cuales los actores sociales (individuales y grupos) demarcan simbólicamente sus fronteras y se distinguen de los demás actores en una situación determinada, todo ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados (Giménez, 1999).

Según la sociología clásica de Weber, Simmel, Parson y Park, los actores sociales tienen acceso a esos repertorios identificadores y diferenciadores por medio de su pertenencia, subjetivamente asumida, a diferentes tipos de colectivos, sean éstos grupos, redes sociales o grandes colectividades como “las comunidades marginadas”. Así, por ejemplo, por medio de la pertenencia a una iglesia nos apropiamos al menos parcialmente de su repertorio simbólico–cultural (credo, normas, sistema ritual, etc.) –para definir la dimensión religiosa de nuestra identidad, la pertenencia religiosa se define precisamente por esta apropiación intersubjetivamente reconocida (Giménez, 2002)–. En otras palabras, en cuanto dimensión subjetiva de los actores sociales, la identidad no es más que el lado subjetivo de la cultura, resultado de la interiorización distintiva de símbolos, valores y normas. Esto mismo se puede expresar diciendo que todo actor individual o colectivo se comporta necesariamente en función de una cultura más o menos original; la ausencia de una cultura específica (de una identidad) provoca la anomia y la alienación, y conduce finalmente a la desaparición del actor.

Pero en términos sociales, en el amplio espectro colectivo, en el de la muchedumbre que asiste a los juegos de béisbol e interacciona a partir de caudales de símbolos inteligibles a sus competencias culturales, que abarrotan un espectáculo de música norteña o de hip hop, de banda sinaloense o música pop, que asisten a las carreras off road en las inmediaciones desér­ticas de la urbanidad, que gritan a los rudos y a los técnicos en la arena popular de lucha libre, que vitorean en las gradas del futbol de barrio, que abarrotan la feria popular, que acuden a “dar el grito” de Independencia cada 15 de septiembre por la noche y ofrendan a la Virgen de Guadalupe cada 12 de diciembre, en estas expresiones situadas en la arena de las colectividades: ¿cómo debemos entender la identidad?, ¿qué son las identidades colectivas?

Para iniciar es importante considerar el planteamiento de Berger y Luckmann respecto a la denominación de identidades colectivas. Ellos plantean la existencia de un carácter erróneo del término porque se corre el riesgo de hipostatización falsa (crear un supuesto no verdadero), ya que “las sociedades tienen historias en cuyo curso emergen identidades específicas, pero son historias hechas por hombres que poseen identidades específicas” (Berger y Luckmann, 1998:216).

Por el contrario, Gilberto Giménez plantea la posibilidad de tratar el término de identidades colectivas sin caer en la hipostatización antes referida:

Se puede hablar en sentido propio de identidades colectivas si es posible concebir actores colectivos propiamente dichos, sin necesidad de hipostasiarlos ni de considerarlos como entidades independientes de los individuos que las constituyen…[esto significa que las colectividades] no pueden considerarse como simples agregados de individuos…pero, tampoco como entidades abusivamente personificadas que trascienden a los individuos que las constituyen (Giménez, 2000:59).

Giménez (2005) define algunos axiomas para comprender las identidades colectivas de la siguiente manera: sus condiciones sociales de posibilidad están dadas por la proximidad de los agentes individuales en el espacio social y la formación de estas identidades no implica que se hallen vinculadas a la existencia de un grupo organizado; esta identidad colectiva no es sinónimo de actor social, pues solamente constituyen la dimensión subjetiva de los actores individuales, ni todos estos actores comparten el total de las representaciones sociales que los vinculan a la identidad colectiva de su grupo de pertenencia; además, con frecuencia las identidades colectivas constituyen un prerrequisito para la acción de los colectivos, pero no necesariamente se debe inferir que toda identidad colectiva representa acción per se; y finalmente, las identidades colectivas no uniformizan los comportamientos individuales ni despersonalizan a los miembros del grupo.

Si bien, como se ha visto anteriormente, el concepto de identidad se encuentra estrechamente relacionado a sujetos individuales, esto no impide que dicho concepto se aplique a grupos o colectivos –ya que ambos tienen la capacidad de diferenciarse de su entorno, de definir sus propios límites, de situarse en el interior del campo y de mantener en el tiempo el sentido de tal diferencia y delimitación, es decir, de tener una duración temporal (Giménez, 2006:15)–. Retomando a Melucci, Gilberto Giménez (2004: 92) construye un concepto de identidad colectiva a partir de la teoría de la acción colectiva, la cual sería una definición interactiva y compartida, producida por cierto número de individuos (o grupos), concerniente a las interacciones de su acción y al campo de oportunidades y constreñimientos dentro del cual tiene lugar la acción. Por ‘interactiva y compartida’ se entiende que dichos elementos son construidos y negociados a través de procesos recurrentes de activación de las relaciones que mantienen unidos a los actores. Según Melucci, la identidad colectiva define la capacidad para la acción autónoma así como la diferenciación el actor respecto de otros dentro de la comunidad de su identidad. Pero también aquí la autodefinición debe lograr el reconocimiento social, si quiere servir de base a la identidad. La capacidad del actor para distinguirse de los otros debe ser reconocida por esos otros.

Para Valera (1997) la identidad colectiva se deriva de la pertenencia o afiliación a determinadas categorías tales como grupos sociales, categorías socioprofesionales, grupos étnicos, etc., con las cuales los sujetos se identifican y generan un conjunto de autoatribuciones (endogrupales) y heteroatribuciones (del hexogrupo hacia el endogrupo), que definen los contenidos de esta identidad. De igual manera, la identidad colectiva puede derivarse del sentimiento de pertenencia a un entorno o espacio concreto significativo, adquiriendo el espacio una significación psicosocial, además de la física. Además, el proceso de categorización social del espacio se fundamenta en una serie de aspectos o dimensiones a partir de los cuales los sujetos se identifican con el propio grupo y se distinguen de otros que ocupan otros entornos.


Consideraciones últimas

Para José Manuel Valenzuela,

[...] el desarrollo de los medios de comunicación y transporte han generado inéditas formas de adscripción identitaria y de procesos imaginarios, lo cual abre posibilidades de adscripciones subjetivas insospechadas hasta hace pocas décadas, y que en muchas ocasiones contrastan con las condiciones de vida de amplios grupos sociales para quienes esas propuestas resultan inalcanzables. Esto genera un importante desencuentro entre las identidades cotidianas y las potenciales identidades imaginarias (Valenzuela, 2000:30).

En Mexicali y su valle muchas de las representaciones simbólicas que habitan en el imaginario social mexicalense han sido elaboradas a partir de procesos mediáticos que han incentivado una relación de “amor y odio”, de contacto permanente con la aridez, el sol, el polvo, las varas de cachanilla, los chamizos y fundamentalmente con el clima cálido extremo y el agua del Río Colorado.

En un estudio sobre representaciones mediáticas sobre agua, clima y energía eléctrica en Mexicali, realizado por Méndez (2006), se destaca que los tres elementos ya mencionados pueden ser denominados como centrales en la historia de la ocupación social del territorio árido, puesto que su importancia en la elaboración de representaciones mediáticas ha quedado manifiesta en la construcción de la realidad efectuada diariamente por los medios de comunicación en esta zona árida del noroeste de México.

Las visiones particulares que estas instituciones mediadoras han transmitido durante varias décadas acerca de la relación hombre–ecosistema árido han sido elaboradas tomando en cuenta tres tipos generales de sucesos, que involucran cada uno de ellos múltiples prácticas culturales específicas: a) adaptación de los pobladores al clima extremo; b) el uso social del agua; y c) el consumo de energía eléctrica.

El análisis de 618 representaciones mediáticas relacionadas con agua, clima y energía eléctrica en los meses de julio y agosto de 1967, 1976, 1986, 1996 y 2006 en los diarios La Voz de la Frontera, Novedades y La Crónica de Baja California deja claro que esta cobertura periodística ha dejado su impronta en el imaginario colectivo y que ha devenido un ciclo reproductivo de la identidad cultural de los pobladores de Mexicali, ligada al clima (sobre todo al calor) y al agua del Río Colorado.

Estas representaciones conforman un mosaico identitario que desborda las fronteras de la propia historia institucionalizada y nos dirigen hacia la definición de una identidad regional caracterizada por el hábitat árido y la frontera con el estado de California, en Estados Unidos. Pero ¿cuáles son las particularidades conceptuales de la identidad regional?

Regresando a la teoría de las identidades sociales (individuales o colectivas), la identidad regional puede definirse como aquella parte del autoconcepto de un individuo que se encuentra basada en su sentido de pertenencia a un grupo o colectivo regional, junto con el significado valorativo y emocional asociado a dicha pertenencia. Se entiende que la identidad regional se refiere a un sentimiento de pertenencia y a un sistema cultural de referencia. Se basa en la relación entre el espacio físico, lo que implica que tiene una base territorial, una continuidad histórica o base temporal, y una continuidad social o base cultural (Zúñiga, 2003).

Michel Bassand explica que la identidad regional es la imagen construida socialmente por los individuos y los grupos, la cual es modelada en las relaciones establecidas con otras regiones. Dicha imagen puede ser más o menos compleja y estar anclada en un entorno natural, en un patrimonio cultural, en la historia, o en otros factores, como un proyecto futuro o una actividad económica específica, pues si bien la identidad cultural es un proceso cultural no solamente tiene fundamentos culturales.

En la confrontación con otras regiones y grupos, una región construye su identidad según múltiples modalidades. Incluso cuando una región no tiene gran especificidad cultural, se construye una identidad que se vuelve un elemento muy significativo de su desarrollo. Habitualmente, los actores regionales utilizan otros términos distintos al de identidad: imagen de marca, emblema, símbolo, etcétera. Cada uno de estos términos tiene evidentemente su especificidad; para simplificar no utilizaremos más que el término de identidad regional (Bassand, en Giménez, 2005b:72).

En consonancia con los fenómenos de arraigo, apego, pertenencia socioterritorial y elaboración paisajística, los cuales son construcciones simbólicas generadas a partir de la apropiación territorial, en la identidad regional se patentiza un carácter estimulante para hombres y mujeres provocando una suerte de orgullo, de adhesión en ellos. Así también funge como dispositivo alimentador de cohesión regional y como propulsor de voluntades de actuación a favor de la región.

Es importante anotar que a menudo esta identidad regional es criticada porque supuestamente provoca una especie de aislacionismo, de exacerbación regionalista, cuando aparentemente el mundo se globaliza y para ser congruentes con estos cambios todos debiéramos adoptar actitudes cosmopolitas. Bassand puntualiza:

Una región sin identidad “está conducida por otros” y hay una alta probabilidad de que esté dominada. Inversamente, la existencia de una identidad regional incitará a los habitantes a comportarse en función de esta representación, incluso a transformarla. Por otra parte, la ausencia de identidad regional no significa que sus habitantes no tengan identidad: la identidad de un individuo puede ser local, social, funcional y no necesariamente regional. Igualmente, todos los habitantes de una misma región no se identifican necesariamente con su región, aunque esta última tenga una fuerte identidad (Bassand, en Giménez, 2005b:74).

En un trabajo sobre identidad y globalización Giménez desarrolla una definición estratégica de culturas particulares (o culturas de identidad). Cuando se habla de culturas particulares, en realidad se habla de la cultura como soporte de la vida (life support system):

Como una configuración compleja de creencias, normas, hábitos, representaciones y repertorios de acción elaborados por los miembros de un determinado grupo humano a lo largo de la historia por medio de un proceso de ensayos y errores, con el fin de dar sentido a su vida, de resolver problemas vitales y de potenciar sus actividades (2002:27–28).

Las culturas particulares, por su naturaleza, son social y geográficamente localizables, así como diferenciadoras respecto a “los otros”, siempre disponibles como matriz potencial de identificación social.

El redescubrimiento de lo local como fuente de sentido tanto para individuos como para comunidades comienza por el propio hogar, extendiéndose al vecindario y al área natural circundante. Esto permite a los sujetos individuales una coherencia mínima del sentido del mundo, así como el despliegue de la vida cotidiana, mientras que para los sujetos colectivos, lo local constituye una referencia eje para la formación de su identidad (Giménez, 2002:31). Para Marc Bühlman (2007) la identidad comunitaria se desarrolla al mismo tiempo que la integración social. Bühlman (2007:192) distingue dos formas de integración social: la integración informal, que se refiere a los contactos interpersonales no formalizados, como los que se dan entre vecinos, y la integración formal, la cual se basa en las actividades individuales previstas dentro de las distintas organizaciones sociales, como pueden ser las que se dan dentro de un club o un culto.

Como se mencionó líneas arriba, el redescubrimiento de lo local como fuente de sentido tanto para individuos como para comunidades es uno de los elementos que estructuran los debates actuales entre cultura y globalización. Partiendo de la distinción entre oralidad primaria y secundaria, Sandra Braman (1996) distingue tres formas de localidades: la localidad primaria, la localidad secundaria y la localidad terciaria. La localidad primaria se refiere a lo que se entiende como sociedades tradicionales, en las que el lugar habitado se entiende como el conjunto de los elementos geográficos, materiales y sociales que terminan definiendo un lugar propio dentro de un vecindario, comunidad, de un paisaje o incluso un universo espiritual. La localidad secundaria correspondería al elevado sentido de apreciación de lo local que es característico de la alta modernidad. Esto es, en términos de Giménez (2002), la revalorización consciente de las pequeñas localidades, del terruño, de las culturas populares locales, de los paisajes nativos, de los nichos ecológicos, etcétera. La localidad terciaria emerge de la condición posmoderna; en este caso lo local se encontraría disociado del sustrato material, caracterizado por la desterritorialización de las relaciones sociales y con una influencia mayoritariamente fundada en las redes de contacto, como sería una “comunidad virtual”.

En el caso de la frontera entre México y Estados Unidos ésta es diversa en sus expresiones culturales. En ella encontramos marcadas desigualdades regionales entre la población del este y la del oeste, entre los pobladores del mar, los serranos y los del desierto. Las diferencias también son evidentes entre la población urbana y las dedicadas a las actividades agrícolas, entre nativos e inmigrantes, indígenas y mestizos, hombres y mujeres, jóvenes y adultos. Las fronteras culturales entre México y Estados Unidos enmarcan una amplia variedad de límites o umbrales que participan en la definición de las identidades sociales (Valenzuela, 1998).

Aquí es menester realizar una anotación: para comprender la identidad que han construido y diariamente reconstruyen los pobladores de Mexicali y su valle, es importante pensarla en estrecho vínculo con las características del entorno natural árido–desértico y las hibridaciones culturales gestadas en el seno de este espacio geográfico marcado por ser frontera, a partir de la confluencia de múltiples etnicidades durante un trayecto histórico iniciado hace más de cien años, que ha devenido una ciudad, constituida como la capital de Baja California, y un valle agrícola de importantes dimensiones y aportaciones a la economía nacional.

De esta forma, se observa que la condición de frontera, el calor extremo, el agua del Río Colorado, el paisaje desértico y los elementos básicos de la flora como la cachanilla, el chamizo y el pino salado, desempeñaron un papel de anclaje de algunos de los principales rasgos identitarios de los habitantes de Mexicali y su valle. Los 324,300 kilómetros cuadrados que tiene el desierto de Sonora–Baja California, lo identifica como un desierto del tipo árido, pues su superficie es seca y arenosa (Benites, 2006). Es por ello que dentro del imaginario colectivo el desierto tiende a representar lo adverso, lo inhóspito, lo solitario y lo peligroso: el lugar ideal para desarrollar una identidad asociada al enfrentamientos de riesgos (Méndez, 2006).

Este proceso de interiorización colectivo implica en términos del propio Giménez “compartir el complejo simbólico–cultural”. Lo que provoca en términos llanos la incorporación de los actores individuales a la colectividad. Este proceso puede ser definido como pertenencia socio–territorial o identidad regional, que no es otra cosa que el nivel de pertenencia a la colectividad fundamentada en su sentido territorial, esto es, en el sentido de la influencia del territorio en la conformación de la estructura de la colectividad y de las relaciones entre sus miembros. El territorio entonces tiene un papel simbólico en la construcción de las relaciones humanas de sus pobladores, no es sólo el “contenedor” material de la dinámica social (Giménez, 1999).


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