ArtículoEstudios Fronterizos, vol. 12, núm. 24, 2011, 9-34

La mitología fronteriza: Turner y la modernidad


Border mythology: Turner and modernity


Jorge E. Brenna B.*


* Profesor–investigador de tiempo completo adscrito al Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad Autónoma Metropolitana (campus Xochimilco) en la Ciudad de México.
Correo electrónico: jbrenna08@yahoo.com


Recibido el 23 de mayo de 2011
Aprobado el 27 de octubre de 2011


Resumen

La modernidad ha sido creadora de espacios, límites nuevos y fronteras en tanto marcas metafísicas, mitológicas y simbólicas de territorios físicos e imaginarios. El espacio moderno y sus fronteras son metáforas, límites que se crean, muros que se levantan para identificarnos con unos y categorizar a otros. En este breve trabajo abordamos el problema de la transformación de la idea de frontera (geográfica, cultural, simbólica, etc.) como pretexto para una reflexión en torno a las transformaciones de esa obsesión civilizatoria llamada frontera. La frontera ha sido siempre un referente en el que se enfrentan las identidades, los nombres, los símbolos, los imaginarios diferenciados: es la línea de mayor enfrentamiento entre dos alteridades. A partir del marco anterior reflexionamos en torno a la mitología turneriana, ya que consideramos que detrás de la creación del imaginario de la frontera norte está la mítica visión de la frontera norteamericana como canon ideológico que explica y consagra la presencia de la raza blanca en una frontera rehecha a imagen y semejanza del llamado “sueño americano”. La reflexión de Frederick Turner acerca del papel de la frontera en la historia norteamericana no sólo es el estudio de la importancia del avance hacia el Oeste sino que –más aún– es el análisis del significado que tuvo la frontera norteamericana como proceso histórico que no terminó en 1893, como afirmó Turner, sino que se extendió hasta el siglo XX, y continúa en permanente determinación del proceso de territorialización de la frontera.

Palabras clave: modernidad, mitología de la frontera, imaginario, espacio, territorio.


Abstract

Modernity has been creating spaces, new boundaries and borders, as metaphysical, mythological and symbolic marks of physical and imaginary territories. Modern space and its borders are metaphors, boundaries that are created, walls that rise to identify with some and categorize others. In this short paper we want to approach the problem of the transformation of the idea of border (geographical, cultural, symbolic, etc.), for a reflection on the transformations of that civilized obsession called border. The border has always been a reference in facing the identities, names, symbols, different imaginary: it is more confrontational line between two otherness. From the previous framework, we reflect on Turnerian mythology, as we believe that behind the creation of the imagination of the northern border is the mythical vision of the American frontier as ideological canon that explains and confirms the presence of the white race in a border re–made in the image and likeness of the “American Dream”. Frederick Turner’s reflection on the role of the frontier in American history is not only the study of the importance of progress towards the West but –even more so, is the analysis of meaning that had the American frontier as a historical process that ended in 1893, as Turner said, but rather extended into the twentieth century and continues to constantly shaping the process of territorialization of the border.

Keywords: modernity, mithology of border, imaginary, space, territory.


Introducción

La modernidad ha unido a toda la humanidad de manera paradójica; “unión de la desunión: nos arroja a un remolino de desintegración y renovación perpetua, de conflicto y contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es ser parte de un universo en el que… ‘todo lo sólido se evapora en el aire’” (Berman, 1993). Modernidad “sólida” que se evapora no bien se ha materializado. Ámbito del instante y de lo evanescente. Lo moderno es aquello que, de inmediato, se vuelve caduco (Baudelaire dixit). No es sólo conciencia de una continuidad histórica, sino también conciencia que asume radicalmente una “presentización” del tiempo cuando, a la par, supone una estigmatización del pasado (Le Goff, 1997). Para Váttimo (1987) es “la época de la reducción del ser a lo novum”.

En su ya clásico trabajo Berman llama “modernización” a algunos procesos históricos de formación de una civilización. Y denomina “modernismo” a los valores y visiones del mundo que los han acompañado.1 Berman destaca la ambivalencia y las contradicciones de la modernidad, su permanente transformación de un ámbito cerrado, tradicional aunque seguro, a un mundo abierto, pleno de posibilidades pero incierto e inseguro. De ahí la ambivalencia de la modernidad, su carácter paradójico y contradictorio en todas sus expresiones. De ahí que la modernización sea central como proceso que desencaja a los hombres del mundo tradicional y los arroja a la vorágine del desarraigo, del desarrollo, de las rupturas con el pasado y las costumbres que daban al individuo la certidumbre y la conformidad con lo dado. Desestructuración del espacio–tiempo de la tradición y la configuración de un nuevo horizonte espacio–temporal que dispara el imaginario de los hombres del lento transcurrir parroquial a lo vertiginoso de los procesos globales. La ruptura de los ámbitos de la servidumbre rural y su paso al espacio de la “libertad” y el anonimato citadino que retrata deslumbrantemente un Baudelaire extasiado con las luces y embriagado del tráfico y el bullicio del París decimonónico haussmaniano (Berman, 2000). Aunque, a decir verdad, ¿pueden los tiempos actuales ser vistos aún con una mirada moderna?

Sería ocioso reiterar las definiciones canónicas sobre lo que es y no es la modernidad y su hermana bastarda la posmodernidad. Marshall Berman y Octavio Paz son para mí los que más profusamente han hablado del espíritu moderno y sus consecuencias; la posmodernidad no es vislumbrada por ellos, pero no por un defecto de visión sino porque no entra en sus consideraciones en tanto que ambos consideran que la modernidad es un ethos continuo. O bien –diría yo parafraseando una ley física– que la modernidad no se crea ni se destruye… sólo se transforma.

Estoy de acuerdo con Berman (2000) cuando opina que la posmodernidad es una manera de llamar la atención acerca de una forma más de hacer conciencia sobre la modernidad misma y sus limitaciones actuales. Es decir, la posmodernidad es el sentido negativo de la autocrítica moderna. En esta atmósfera de incertidumbre conceptual o de sobreconceptualización de la modernidad (pues tuvimos posmodernidad, sobremodernidad, hipermodernidad, y un montón de ismos derivados de esta sobre conceptualización proveniente de una primera señal de lo que significaba la modernidad), “todo lo sólido se desvanece en el aire” (Marx dixit) fue la consigna bermaniana que, en el ocaso del siglo XX, nos aportaba algunas claves para pensar la modernidad y repensarla desde la trinchera abandonada del modernismo. Un espíritu reflexivo que asumía las contradicciones y las paradojas de la modernidad como quien se bebe un trago hasta el fondo para apurar la experiencia y, tal vez, hasta olvidarla.

A finales del siglo XX la modernidad pasó a ser un estado de transición donde lo sólido se transmutaba en algo volátil… evanescente. Pero el punto de partida siempre era lo sólido, material, espiritual, institucional, emocional, racional que terminaba siempre de la misma forma: se desvanecía en el aire. Con ello Berman trataba de metaforizar, como lo hizo originalmente Marx, la naturaleza de la modernidad: creación y destrucción, incluso autodestrucción permanente como una forma de existir en el tiempo y el espacio modernos. En efecto, la modernidad ha sido también hacedora de espacios, límites nuevos y fronteras en tanto marcas metafísicas, mitológicas, simbólicas de territorios físicos e imaginarios. El espacio moderno y sus fronteras son metáforas, límites que se crean, muros que se levantan para identificarnos con unos y categorizar a otros. Esas fronteras acaban siendo un espacio de tensión: ilusiones identitarias compartidas con los de dentro, categorías conflictivas de diferenciación para los de fuera. Es ese espacio donde, más que asumir la diferencia, la destacamos, la dosi­ficamos y la utilizamos; necesitamos categorizar lo desconocido para estar seguros de que lo extraño no nos inquieta ni nos amenaza; necesitamos categorías; no podemos vivir sin ellas.

Las fronteras son espacios relativizados: para algunos se vuelven invisibles, para otros se mantienen, se trasladan o se refuerzan. Pero en la modernidad póstuma que nos toca vivir las fronteras básicamente resisten, no obstante que las razones por las cuales se crearon a menudo han desaparecido; siguen formando parte de la pretensión moderna de una contradictoria homogeneidad cultural, de memorias y amnesias colectivas, de voluntarismos y obsesiones de un dentro protegido que refuerza un sentimiento de pertenencia contra un fuera detrás de unas fronteras que se han vuelto porosas por nuevos desafíos de circula­ción, comunicación e interacción de las personas, y sus culturas. Es en este sentido que hablaremos de la frontera como metáfora para poder cuestionar su porosidad y su resistencia en un mundo de todo tipo de movilidades, de circulaciones y de flujos que contradicen la rigidez de los límites territoriales.

En este marco queremos abordar el problema de la transformación de la idea de frontera (geográfica, cultural, simbólica, etc.), pero no sólo eso, la frontera siempre ha sido un referente en el que se enfrentan las identidades, los nombres, los símbolos, los imaginarios diferenciados, es la línea de mayor enfrentamiento entre dos alteridades. Son territorios y son espacios de una intensa significación, por ello es que han sido cruciales sus definiciones, sus determinaciones, sus modos de territorialización.

Con la modernidad las fronteras se vuelven espacios geográficos que sirven de referencia al Estado–nación en torno a sus capacidades para definir el espacio de dominación: el territorio donde se ejerce el poder político y simbólico. Poco se menciona, pero los territorios fronterizos o los espacios de frontera han ido cambiando a medida que el proceso global se ha consolidado y ha desatado sus transformaciones. La frontera como línea de enfrentamiento entre dos alteridades está siendo permeada por una pluralidad de identidades que ya no son susceptibles de ser contenidas en unas fronteras cada vez más porosas. Los otros, los diferentes ya no están detrás de la línea fronteriza (border line) sino están dentro, son nuestros vecinos y trascienden la frontera la cual se vuelve, a la vez, cada día más rígida en su exclusividad, en un intento desesperado por cerrar los poros materiales de éstas como si los poros culturales pudieran lapidarse con muros, alambradas, leyes racistas y balas agresoras llenas de odio racial.


La mitología de la frontera

Nos interesa explorar las peculiaridades de la representación de la frontera en la modernidad, y sobre todo de esas zonas fronterizas que históricamente se fueron conformando como zonas vacías, territorios de nadie que, sin embargo, están marcados por una serie de símbolos que intentan destacar la alteridad del y en el espacio. Esas fronteras levantadas sobre espacios “bárbaros” que la modernidad logró domeñar y someter a su dinámica sin por ello dejar de estar expuestas a la volatilidad que caracteriza a la modernidad sólida. En fin, queremos destacar la peculiaridad de las transformaciones de las regiones transfronterizas, espacios de promiscuidad cultural, de mezcla, fusión, fisión; lo anterior a partir de la intención de recuperar para el análisis un señalamiento “evanescente” de Berman en su estudio de San Petersburgo. En el capítulo 4 del ya clásico texto, Berman señala que

[...] los géneros literarios con los que está emparentado [refiriéndose a Chernichevsky] se encuentran en el polo opuesto del realismo: el relato de frontera americano, la épica del guerrero cosaco, el romance del Deerslayer o Taras Bulba. Lopujov es un pistolero del oeste, o un salvaje de las estepas; lo único que le falta es el caballo. Las acotaciones de esta escena hablan de una avenida de San Petersburgo, pero su espíritu está mucho más cerca de O. K. Corral.2 Muestra que Chernichevsky es un auténtico “soñador de San Petersburgo” en el fondo de su corazón.

Un rasgo importante del mundo mitológico de la frontera es que en él no hay clases: un hombre se enfrenta con otro, individualmente en el vacío. El sueño de una democracia pre civilizada de “hombres naturales” es la que da su atractivo y fuerza a la mitología de la frontera. Pero cuando las fantasías de la frontera se trasladan a una calle real de San Petersburgo, el resultado es particularmente extraño (Berman, 2000:224).


Al leer el texto anterior me viene a la mente un sinnúmero de reflexiones en torno, precisamente, a una suerte de mitología de la frontera o de fantasía fronteriza. Es el tema que me interesa desarrollar como pretexto para una reflexión en torno a las transformaciones de esa obsesión civilizatoria llamada frontera, que ha sido determinante de la manera en cómo los hombres se ven a sí mismos frente a los demás y de las acciones que realizan para establecer esas líneas reales e imaginarias que separan las identidades, las culturas pero, sobre todo, a los hombres de los espacios naturales en los que se produce y se reproduce una gran diversidad de imaginarios sociales.


La frontera cultural

En sus inicios las fronteras son fronteras culturales. Posteriormente, cuando los sistemas administrativos organizan la vida social según decisiones políticas, se constituyen como fronteras geográficas. Las primeras fronteras y las primeras determinaciones de la identidad provienen de la emergencia y diversificación de las lenguas. Los que no pertenecían a la propia tribu eran frecuentemente designados con una palabra que significa “no ser hombre” o “no saber hablar”, es el caso del término griego bárbaro, o también se les designaba con una palabra que significa a la vez “extranjero” y “enemigo”, como es el caso del vocablo latino hostes.

El nombre dividió a la humanidad (Octavio Paz dixit). Al ponerse nombre, los grupos humanos se definen a sí mismos, e identifican a los que excluyen estableciendo así hasta dónde se extiende la comunidad de seres humanos, de los que no lo son y de todo lo demás. Periódica o cíclicamente las comunidades actualizan sus descripciones de la situación del hombre y de lo humano. Así, las fronteras cuidadosamente levantadas desde el siglo V antes de Cristo y consolidadas más o menos en el siglo XVI después de Cristo nos permitían distinguir entre lo natural, lo sobrenatural y lo antinatural, lo real y lo imaginario, lo humano y lo extrahumano.

En el Mediterráneo estuvo un tiempo la frontera territorial entre lo humano y lo extrahumano. En el medioevo ésta se desplazó hasta las medianías del Atlántico donde los hombres juraban que se abría la catarata que precipitaba en el abismo a los que osaban alejarse de las costas seguras, confines del mundo donde habrían muerto, sin que se volviera a saber de ellos, todos los que habían tenido la osadía de querer saber y de creer que podían enfrentarse al caos. Las antiguas fronteras fueron decisivas para dar una imagen de orden seguro y cierto, sin embargo, la disolución de ellas, junto con la metafísica que de ellas emanaba, hace necesaria una reconfiguración basada en los criterios geográficos, de tal suerte que se diferenciara bien entre lo terrestre y lo extraterrestre, los de aquí y los de allá. No obstante, son fronteras que, con el tiempo, se agotan y caducan, ya no orientan ni dan certidumbre. De ahí la permanente y cíclica necesidad de volver a dibujarlas tanto a nivel físico, geográfico y territorial como en el imaginario, es decir, rehacer su metafísica.

En el mundo antiguo, los héroes, los modelos de lo humano viven un mundo poblado de seres mitológicos (dioses, ninfas, cíclopes, sirenas, brujas y magos, gigantes, antropófagos, adivinos, desconocidos, enemigos, compatriotas, etc.), en un mundo en el que las fronteras entre lo humano y lo sobrehumano, lo natural, lo sobrenatural y lo demoniaco, lo real y lo ficticio, no están bien trazadas. Por ello, Ulises –el héroe– ha de establecer las fronteras.

El mundo cristiano se levanta sobre la base del hundimiento del mundo antiguo. La sociedad medieval, oscurantista en la medida de su fe y sus creencias teológicas, gestó las bases de un mundo en el que se empiezan a formar las fronteras universales entre la cristiandad y los infieles. La modernidad está en ciernes. Es un universo repleto de arcángeles, demonios, ogros, gnomos, elfos, brujas y almas en pena donde la frontera entre lo humano, lo divino y lo satánico tiene que ser trazada por héroes como Parsifal3 para saber quién se es y dónde se está.

Cuando el humanismo renacentista comienza (retomando la filosofía humanista de Cicerón), la historia de la cultura occidental empieza a definirse también por el lenguaje: da inicio la arbitraria clasificación de semi–hombres o casi hombres, definidas desde el punto de vista político y ético. La consecuencia es problemática pues la configuración de esta frontera metafísica e imaginaria predominaría por encima de las fronteras geográficas y sociales. El resultado sería el humanismo como la concepción del hombre propia de la cultura occidental, vinculada primero al lenguaje y al territorio después. Da inicio la especificación de una nominación en la que el hombre se define por referencia al lenguaje, como animal que tiene lenguaje, y como un animal racional. Sólo entonces cobra sentido la referencia entre humanos y no–humanos. Es por referencia a esta definición que se crea el vocablo bárbaro, que designa precisamente a los que no saben hablar y más bien balbucean, “ba–ba–ba” (García Gual, 2000).


La frontera “humanista”

En la historia de la cultura occidental, primero está la propuesta griega que habla del “hombre” y de “todos los hombres” (Aristóteles). La propuesta siguiente es la de Roma. En ella es relevante el hecho de que Cicerón ya utilice la expresión “el género humano” frente a la expresión aristotélica, lográndose de este modo una especificación que permite reconfigurar la metafísica de la frontera del mundo antiguo. El mundo romano tiene una idea de la unidad de la familia o de la estirpe humana que el griego no tenía. Es por eso que la idea romana de ‘ciudadano’ logra tener en sus manos la capacidad de “imponer a todos los demás, con el poder y la coacción de las leyes, lo que los filósofos con sus palabras, difícilmente pueden inculcar a unos pocos”. Desde entonces a ese proceso se le llama “civilización” o sencillamente “humanización”, y al contenido y a las formas que se inventan y transmiten en su recorrido se les llama “humanismo”, y al ideal que se pretende alcanzar, “humanitas” (Choza, 2008). Por eso también el derecho civil romano (ius civile), distinto del derecho reconocido a los demás hombres (ius gentium), converge en uno solo al constituir Roma su imperio como único y universal; alcanzando, por primera y única vez en la historia, la conjunción de todos los hombres bajo un mismo derecho y una misma lengua. Es el momento en que se univerzaliza el ideal romano de humanitas y, correlativamente, la abolición de todas las fronteras. A estas alturas se está gestando el perfil civilizatorio que anuncia el nacimiento de Europa y la consolidación de la cultura occidental, al tiempo que se están creando nuevas fronteras, a saber:

A partir del siglo XVI las definiciones acerca del hombre, del género humano y de la humanidad empezaron a tener implicaciones de orden jurídico–políticas. Es entonces cuando comienzan a constituirse férreamente las fronteras espaciales y territoriales (Marín, 1997). Es el momento en que emergen nuevas fronteras lingüísticas con el nacimiento de las lenguas modernas europeas, y nuevas fronteras religiosas con la ruptura del cristianismo entre católicos (universalistas) y protestantes (particularistas/nacionalistas). Desde la más remota antigüedad ya habían existido fuertes determinaciones de la identidad de los grupos sociales asentados en fronteras religiosas y lingüísticas, ahora se reforzaban con fronteras geográficas, territoriales y administrativas, cosa que no había ocurrido antes. La mitología de la frontera adquiría un nuevo matiz universal puesto que los límites entre lo humano, lo divino y lo satánico, entre lo real y lo irreal, entre lo bueno y lo malo, entre lo posible y lo imposible, entre lo sucio y lo limpio, se levantaban como nuevos límites territoriales.


Fronteras e identidades modernas

La idea temporal de “modernidad” es coincidente con la determinación espacial de Europa como realidad geo–cultural; ambos términos se constituyen como realidades paralelas gracias a las nociones rígidas de las fronteras espacio–temporales que se establecen en los siglos XV y XVI. La modernidad es, de este modo, el gran periodo de las fronteras porque corresponde al surgimiento del Estado moderno. Se podría afirmar que la máxima consolidación de las fronteras que conoce la historia de Occidente, y en general la historia, tiene lugar en la paz de Westfalia de l648. A partir de entonces se fijan las identidades nacionales y religiosas, lo cual no significa la consolidación de las identidades grupales e individuales. Posteriormente, la lucha revolucionaria por la imposición del modelo del self made man se mantiene entrado el siglo XIX (Grimaldi, 2000). Cuando la identidad individual y colectiva corta sus vínculos con el pasado, la religión o las ideologías políticas, a veces identificadas o superpuestas, aparecen como el más importante de los factores identitarios.4 En la modernidad las fronteras concretizan los esfuerzos por dar contenido cultural a las identidades nacionales, es donde se percibe cómo se construyen, se legitiman y difunden los contenidos de estas identidades. En efecto, las fronteras han sido construidas como espacios de exclusión/protección que demarcan lo nacional de lo extranjero.

La modernidad europea y norteamericana elaboró un sofisticado procedimiento para unificar, mediante una clave temporal, las culturas, las agrupaciones sociales separadas por fronteras diversas. El procedimiento consistió en una reducción de los dualismos lejos/cerca, inmorales/virtuosos, salvajes/civilizados, ellos/nosotros, al binomio antes/después, y en asignarle el nombre de evolución. El discurso moderno rezaba entonces: “Ellos, están lejos y son salvajes e inmorales (como éramos “nosotros” antes), pero con el paso del tiempo, llegarán a ser como nosotros somos ahora. Nosotros somos su después, su futuro, y significamos el progreso”. No otra cosa fue la teoría de la modernización con la que la Academia norteamericana y las instituciones para el desarrollo bombardearon a América Latina, África y Asia, y en general a todos los países “subdesarrollados” desde los años cincuenta hasta bien entrada la década de los ochenta. Aunque, a su vez, el discurso posmoderno ha cancelado buena parte de las suposiciones del “evolucionismo cultural” (Choza, 2008).


La frontera moderna y su crisis

El siglo XX fue el siglo de la expansión y crisis del Estado nacional. Las dos guerras mundiales evidenciaron la caprichosa arbitrariedad de las fronteras nacionales y la arbitraria fuerza de los imperios para moverlas a su antojo. El desdibujamiento de la geometría territorial construida orgullosamente por una civilización occidental racionalista y universalista dejó al desnudo una geopolítica caótica que buscó conformar a toda costa ejes de poder y de influencia que sobrepasan a los Estados, como esqueleto de un orden mundial que no acierta a acomodar sus piezas sin violencia. Las fronteras nacionales siempre han sido fronteras de exclusión.5 Y ello a partir de la elaboración de las fronteras mentales que son en realidad las que separan a unos grupos humanos de los “otros”, siendo los “otros” los orientales, los negros, los inmigrantes, los indígenas, las mujeres, los homosexuales, etcétera. La coexistencia en espacios geográficos comunes, y en espacios sociológicos heterogéneos, de diferentes agrupaciones de individuos y de diferentes grupos culturales, genera un tipo de barreras y un tipo de comunicaciones entre ellos, que las más de las veces da lugar a conflictos.

El Estado–nación, como comunidad imaginada (Anderson, 1993), es más una construcción ideológica para clasificar, jerarquizar y a la vez ocultar y negar la existencia de la alteridad cultural, sobre todo en el espacio de la frontera nacional. Los Estados y las corporaciones se unifican dejando a un lado los límites nacionales pero teniendo separados a los pueblos y a los individuos que ya han elegido sus vínculos culturales, laborales, sus comunidades imaginadas más allá de las fronteras nacionales. Es por ello que las nacionalidades se despiertan violentamente dando lugar a una multiplicidad de microconflictos localizados. Fronteras más porosas que ayer, sin embargo, infinitamente más numerosas que a principios del siglo XIX, cuando sólo algunos imperios se repartían las tierras habitadas. Los “diferentes” no están afuera, se encuentran dentro de las comunidades nacionales y responden también a intereses y valores semejantes, pero también están conectados con sus comunidades de origen. Es una dinámica de vaiven identitario que está caracterizando a los nuevos grupos humanos orientados cada vez más a los flujos migratorios que desata la globalización, en busca de horizontes nuevos. Unas veces huyendo del hambre y la falta de oportunidades en el país de origen, y otras veces por una ambición de mundo que va más allá de las necesidades materiales.


La frontera global y el mundo “sin alrededores”

La unificación del mundo no ha tenido lugar en la forma en que ha sido pretendida a lo largo de la historia –como victoria de un imperio, unificación de la clase proletaria, homogeneización comercial, hegemonía del libre cambio, triunfo de una religión organizada, extensión de una ideología mundial federalista–, sino de una manera imprevista y no pretendida, como resultado de un proceso que ha dejado al mundo sin alrededores. La mayor parte de los problemas que tenemos se deben a esta circunstancia y no nos resulta posible sustraernos de ellos fijando unos límites tras los que externalizarlos (destrucción del medio ambiente, cambio climático, riesgos alimentarios, tempestades financieras, emigraciones, nuevo terrorismo, etc.). En este sentido, el concepto de globalización significa hoy día la experiencia de una autoamenaza civilizatoria que suprime la mera yuxtaposición de pueblos y culturas introduciéndolos en un espacio unificado, en una unidad cosmopolita de destino (Innerarity, 2008). En un sentido muy similar, se habla de “comunidades con destinos cruzados” para indicar que la globalización de los riesgos suscita una comunidad involuntaria, de modo que nadie se queda fuera de esa suerte común. David Elkins ha definido la globalización, precisamente, como aquel proceso por el que cada vez mayores sectores de la población mundial toman conciencia de las diferencias en la cultura, en el estilo de vida, en la riqueza y en otros aspectos (Innerarity, 2008). Con independencia de si el actual sistema económico disminuye o aumenta las desigualdades, lo que sin duda provoca es que las desigualdades existentes sean menos soportables.

Lo anterior nos lleva a evocar la imagen de un “mundo sin alrededores”6 que expresa la idea de que el nuestro es un “mundo sin fronteras”. Entonces, el “resto del mundo” acaba siendo una ficción o una manera de hablar cuando no hay nada que no forme de algún modo parte de nuestro mundo común. En el fondo esta metáfora no hace otra cosa que dar fuerza gráfica a aquella idea kantiana de que en un mundo redondo nos acabamos encontrando (Innerarity, 2008). Esta configuración del mundo no se debe a una decisión consciente y acordada, sino que es resultado de procesos sociales involuntarios y complejos.

Cuando existían los alrededores había un conjunto de operaciones que permitía disponer de esos espacios marginales. Huir era posible, escapar y desentenderse, ignorar, proteger, etcétera. Tenía algún sentido la exclusividad de lo propio, la clientela particular, las razones de Estado, y casi todo podía resolverse con la sencilla operación de externalizar el problema, traspasarlo a un “alrededor”, pasar la “bolita” a otros fuera del alcance de la vista, en un lugar alejado o hacia otro tiempo. Un alrededor es, precisamente, un sitio donde depositar pacíficamente los problemas no resueltos, los desperdicios, un basurero.

Tal vez con esta idea de la supresión de los alrededores pueda formularse la cara más benéfica del proceso civilizador y la línea de avance en la construcción de los espacios del mundo común.7 Esta articulación de lo propio y lo de otros plantea un escenario de responsabilidad: en un mundo globalizado es imposible intentar no ver lo que pasa mirando para otro lado, porque no hay otro lado. Sin alrededores, con una distancia potencialmente suprimida, el mundo se articula en una especie de inmediatez universal. Nunca estuvieron los seres humanos tan cerca unos de otros como hoy, para lo bueno y para lo malo.

Otra de las dificultades que plantea un mundo así es la gestión de la seguridad. No más frentes bélicos que delimitan el espacio de la seguridad del alrededor amenazante y lo simbolizan en una frontera. Hoy día, lo que tenemos es una inseguridad que también es interior. Todo el espacio global ha tomado el carácter de zona de frontera, con todo lo que ello implica para los efectos de comprensión y gestión de la seguridad.

Sin alrededores, los excluidos ya no se encuentran fuera puesto que la exclusión se realiza en el interior, con estrategias diferentes y de formas más discretas que cuando había límites claros que nos separaban de los otros, aquí los de dentro y allí los de fuera; ahora los excluidos pueden estar incluso en el centro de la ciudad, y las amenazas a la seguridad interna no proceden de un extraño y lejano lugar, sino del corazón mismo de la civilización, como parece ser el caso del nuevo terrorismo. Las fronteras se han desplazado al interior constituyéndose en nuestros “alrededores interiores”. Los límites son siempre tenues, frágiles y porosos; con una misma y novedosa facilidad para la desaparición: son borrados en el mismo instante en que se los dibuja, dejando tras de sí nada más que el recuerdo, igualmente volátil, de haber sido trazados (Bauman, 2004).


Los límites de la "frontera imaginada"

La historia de las delimitaciones físicas, metafísicas y mentales de la frontera entre Estados Unidos de América (autodenominados “América”) y los Estados Unidos Mexicanos (“México”, sin más vueltas) pasa por la historia de esta frontera en dos niveles: primero, el tratamiento que el imperio español hizo de la frontera norte, de su límite extremo hacia el septentrión; y segundo, la concepción que Estados Unidos hizo de la frontera como uno de sus mitos fundacionales como nación.

El norte mexicano no fue incorporado a las representaciones territoriales de la nación a lo largo de los años formativos del Estado e incluso posteriormente. Al iniciarse el siglo XXi, el estereotipo persistente, estigmatizador del norte mexicano continúa. De manera evidente, la barbarie de unos es la contraparte de la civilización de otros, que califican las geografías, a sus moradores y su hábitat (Héau–Lambert y Rajchenberg, 2007). Para las élites del siglo XIX, el norte no era la patria y, por lo tanto, el otorgamiento de concesiones a los estadounidenses no entrañaba un desgarramiento de ésta aunque mutilara la nación creando fronteras interiores. Al contrario, la patria se preservaba si se realizaban esas concesiones eliminando problemas para la incipiente nación.

La patria se situaba en otro lugar, ahí donde acababa la patria empezaba la frontera, espacio habitado por fuerzas difíciles de domesticar y en el cual nadie quiere adentrarse demasiado. La frontera puede, sin embargo, no suscitar miedo, como en la construcción mítica del frontierman, sino al contrario: la voluntad de trascenderla, puesto que todo lo que se halla fuera del territorio propio debe ser ordenado y civilizado. Esta misión, bajo el eufemístico nombre de destino manifiesto, ha justificado el expansionismo estadounidense.8

¿Pero qué es la frontera norte en la representación territorial mexicana del siglo XIX? Es el desierto, una inmensa superficie sin límites precisos por lo menos hasta 1848. Su designación como “desierto” denota el sentimiento de pertenencia en tanto que la palabra remite en su significado a “lugar vacío”, “baldío”. ¿Cómo se puede expresar afectividad hacia la nada? El norte de México, el desierto, se constituye en el otro de la civilización, en su imagen invertida.

En síntesis, si bien no hay duda de que la región focal mexicana tiene por sede el altiplano central, en la práctica el régimen colonial español –tanto como el decimonónico Estado nacional mexicano– demuestra muy poca capacidad para integrar el espacio físico norteño en la producción de un imaginario nacional. Así, el nacimiento de la nación mexicana coincidió con un añejo déficit de la ocupación real del territorio. David Weber ha destacado el desinterés de los españoles durante la Colonia en esa porción de sus posesiones coloniales americanas: no hallaron riquezas mineras comparables a las de Guanajuato o Zacatecas; tampoco indios agrícolas y sedentarios susceptibles de ser convertidos en fuerza de trabajo explotada (Weber, 1976:22–23).9

Sólo hasta finales del siglo XVIII, la corona española se da cuenta de que sus posesiones septentrionales en la Nueva España mostraban una gran vulnerabilidad frente al avance de estadounidenses, franceses y hasta rusos; comisionó entonces a oficiales para rendir informes del estado que guardaban los confines del imperio español en América.10 La lapidaria expresión del marqués de Rubí (José Antonio de Rubí y Boxadors) acerca del grado de colonización del septentrión ilustra la conclusión prevaleciente entre las élites novohispanas: “Hoy [lo] ocupamos imaginariamente” (Velázquez, 1979:166).11 ¿Pero podía ocuparse de manera real?

Las Californias eran zonas realmente tan distantes del centro y, a la vez, tan independientes que estaban abandonadas a sus propios recursos para que implantaran la política nacional como mejor les pareciera a sus autoridades. Otras zonas fronterizas como Chihuahua y Sonora en el norte, estaban también en gran medida escindidas del control central y dependían de sus propios medios cuando se trataba, por ejemplo, de defenderse contra las constantes incursiones hostiles de indios nómadas o “bárbaros”, como se les llamaba. Sin duda, la ocupación real del septentrión, que fue incompleta y trunca, determinó su territorialización imaginaria. Es casi al llegar el final del siglo XIX cuando, al calor de la integración más estrecha de las economías latinoamericanas al mercado mundial, las élites centrales se lanzaron a la conquista de los desiertos con el objeto de incorporarlos a la dinámica agrominera de exportación.

La frontera septentrional es excepcional en muchos sentidos. En efecto, el modo de apropiación, el estatuto territorial, la organización y la partición final de los territorios del gran norte por medio de una frontera en el siglo XIX, fue el resultado de una confrontación prolongada entre representaciones divergentes y contrapuestas: la de los españoles en la época colonial, prolongada por la de los políticos liberales del México independiente en el siglo XIX; la de los colonos angloamericanos y europeos que ocuparon el suroeste de Estados Unidos en el mismo siglo; y, en medio, la de los pueblos originarios de esa vasta región. Naturalmente, la representación que se impuso y llegó a prevalecer con todas sus consecuencias geopolíticas fue la de los grupos dominantes en detrimento de la visión indígena, autóctona, que nunca fue reconocida.

Sin embargo, en el establecimiento del imaginario de la frontera norte está la mítica visión de la frontera norteamericana constituida como canon ideológico que explica y consagra la presencia de la raza blanca en una frontera rehecha a imagen y semejanza del llamado “sueño americano”.12 Frederick Jackson Turner fue el artífice de uno de los mayores mitos de la historia norteamericana convirtiéndolo en fundamento histórico a través de una interpretación de la realidad estadounidense en su expansión hacia el oeste de su frontera histórica en el siglo XIX. La reflexión de Turner (1986) en torno al papel de la frontera en la historia norteamericana no sólo es el estudio de la importancia del avance hacia el Oeste sino que –más aún– es el análisis del significado que tuvo la frontera norteamericana como proceso histórico que no terminó en 1893, como afirmó Turner, sino se extendió hasta el siglo XX, y que continúa en permanente determinación del proceso de territorialización de la frontera. Turner hace explícita la existencia de una “frontera” construida con base en un conjunto ideal (modelo ideal) de comportamientos, representaciones y valores construyendo un cuerpo ideológico que se estructuró sólidamente formando la base del sueño americano hasta bien entrado el siglo XX. Se trataba de una conveniente, oportuna y poderosa ideología que vinculaba la frontera norteamericana con la conquista del Oeste a la manera de una odisea que moldeaba y marcaba el carácter “democrático” de las instituciones estadounidenses y, por ende, el espíritu de la nación norteamericana.13 Sobre ello dirá Turner (1986): «La existencia de una superficie de tierras libres y abiertas a la conquista, su retroceso continuo y el avance de los colonos hacia el occidente, explican el desarrollo de la nación norteamericana».

Turner insiste en señalar que el proceso de conquista de lo que se llama “frontera” norteamericana tuvo cuatro fases sucesivas: 1) la “frontera” del cazador (el trampero que cazaba para obtener pieles preciosas); 2) la “frontera” del minero; 3) la del agricultor, ranchero o granjero; y por último, 4) la “frontera” urbana, con la creación de ciudades justificadas por el desarrollo de la agricultura en los nuevos territorios (Turner, 1986). Sin embargo, en este voluntarismo por crear una mitología de la frontera norteamericana Turner pasa por alto que todo el territorio norteamericano ya había sido explorado y se habían fundado muchas ciudades en lugares del Medio Oeste (por los franceses) y en el Lejano Oeste (por los españoles) mucho antes de que esos míticos “pioneros”14 (cazadores, mineros y agricultores) fueran “ocupando ese territorio”.15

Las nuevas oleadas migratorias que “poblarían” el suelo norteamericano avanzando de Este a Oeste, ya no se les podía llamar más por su anterior nacionalidad sino que, según Turner, se convertían automáticamente en “norteamericanos”: “La frontera es la línea de americanización más rápida y efectiva” –dice Turner. Por ello, la frontera fue vista como esa “válvula de escape” de una sociedad antigua y decadente como la europea hacia una nueva y joven que era la norteamericana. En la marcha hacia el Oeste, los actores son los inmigrantes, los cuales pasaron por diversas mutaciones, desde la caza, el comercio, la exploración, etcétera, para recién convertirse en “colonos” que van a establecer principios de derecho, justicia y gobierno.16


La frontera como zona de conflicto

No nada más Turner sino una buena cantidad de académicos y políticos de la época percibieron la frontera no sólo como una zona donde se encuentran las culturas, sino también como el espacio donde se desata el conflicto. En efecto, la zona de frontera debe ser concebida no solamente como lugar de encuentro sino también como un territorio en el cual van a interactuar diversas culturas. En este caso, la “frontera” ya no es una “válvula de escape” sino un espacio donde la violencia y el conflicto se hacen evidentes. A través de la mitificación del proceso de “conquista” del Oeste que hicieron las obras de Turner y muchos otros se ha tratado de crear una visión positiva y afirmativa del “ideal americano” de tener éxito en la vida, de realizar grandes proezas luchando con la naturaleza, de construir grandes empresas. La “frontera” oeste de Estados Unidos (en el sentido que Turner le da al término) se consideraba, a través de una imagen exagerada, un extenso territorio escasamente poblado por granjeros, ganaderos y mineros muy exitosos y ¿sin ciudades? Porque el ideal americano ha tenido y sigue teniendo una connotación rural sutilmente antiurbana.17

En la formación ideológica del ciudadano norteamericano, a partir del siglo XIX, interesaba mucho destacar convenientemente ciertos hechos históricos y ocultar otros. Las expediciones de Daniel Boone (el clásico pionero norteamericano) por el valle del Tennessee a finales del siglo XVIII (partiendo de su hogar en Pennsylvania) han sido utilizadas para fomentar, a través de la literatura y el cine, una “historia oficial” que pasa por alto la eliminación de los indios (hasta se incluye en las películas a un indio amigo de Boone para ocultar los aspectos violentos y racistas de la conquista del Oeste) y el hecho de que el español Hernando de Soto ya había explorado toda la cuenca del Tennessee y realizado varios intentos de colonización y de fundación de ciudades en la zona ¡más de dos siglos antes que Boone! Así pues, la concepción de Turner sobre “la frontera norteamericana” fue decididamente etnocéntrica, parcial, fragmentaria y, para colmo, falsa de la historia de Estados Unidos en el siglo XIX.18

La realidad de la frontera en este lugar del mundo y en este contexto espacio–temporal se muestra como una insoluble paradoja que existe y promulga su existencia exactamente en un antagonismo social y cultural. Paradoja, pues mientras que por una parte se deshacen las fronteras estructurándolas en áreas del libre comercio (NAFTA), por otra son selladas violentamente (con durísimas políticas migratorias). Y esta estrategia va acompañada por un discurso que construye al Sur como la amenaza principal para el Norte con fuertes implicaciones en el imaginario colectivo en ambos lados de la frontera. Se articulan subjetividades que reflejan, por una parte, la violencia de la frontera y, por otra, las estrategias correspondientes que surgen en la resistencia a aquéllas. La frontera se vuelve entonces el “lugar del cruce”, en el lugar de la transgresión de las normas y convenciones sociales. Ambivalencia que arropa subjetividades que día a día se confrontan contra el racismo, el sexismo y toda clase de exclusión creando, al mismo tiempo, nuevos espacios de representación y reconocimiento más allá de los discursos hegemónicos y sus imaginarios. En suma, las áreas fronterizas hoy día son el lugar de las identidades exasperadas, en conflicto, donde las identidades dominantes luchan por mantener incuestionada su hegemonía, mientras que las identidades subalternas luchan y seguirán luchando por el reconocimiento social global.


Conclusiones

Con la modernidad la frontera se ha convertido en una fábrica de identidades, fundamentadas no en una mitología de rasgos intrínsecos a las culturas, que intenta establecer sus marcos de referencia frente a los otros, extraños desconocidos que por no conocerlos (precisamente) se les señala con una marca para confinarlos más allá del límite territorial; en la modernidad el Estado–nación se convierte en la coartada para confinar a los demás fuera de los límites territoriales arguyendo la soberanía y la identidad nacional. Las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX fueron las décadas del orgullo nacional ostentado por un Estado nacional agresivo, determinado a ser tal a costa de una expansión territorial tanto física como ideológica. No obstante, al finalizar el siglo XX y correspondiendo a lo que ya se empezaba a denominar como una abierta “crisis de la modernidad”, los procesos civilizatorios comenzaron a tomar caminos muy diversos en los que los Estados nacionales no se constituyeron en los pivotes de estos procesos, excepto en la medida en que se aprovechaba la desestructuración o porosidad de las fronteras como efecto del intenso proceso de globalización. Los Estados se reconfiguraron territorialmente aunque no identitariamente pues las mezclas culturales se habían desatado ya por efecto, precisamente, de la porosidad fronteriza aunque la reconfiguración cultural, a su vez, no fuera automática; al contrario, el reforzamiento de la memoria cultural y el reciclamiento de la memoria ancestral conformó –paradójicamente– la lógica fronteriza tanto en Europa Oriental como en Medio Oriente y en la paradigmática zona fronteriza entre México y Estados Unidos.

La mitología de las fronteras se extiende hasta los tiempos actuales aunque sus usos sean en ocasiones radicalmente distintos a los antiguos. Hoy el “sueño americano” no se puede sostener más en el mito turneriano de la conquista del Oeste como sostén ideológico y espiritual de un modelo cultural. Actualmente la diversidad cultural que coexiste en Estados plurinacionales como los de Europa y América del Norte no resiste una mitología anclada en mitos tan idílicos, voluntaristas e ideologizados como la mitología turneriana. La coexistencia y co–presencia de los diferentes en esas fronteras (y en todas) replantea la necesidad de una nueva mitología en la que la igualdad racial, el derecho a la diferencia, la dignidad de las individualidades y particularidades y la libertad de destinos funden una comunidad en la que la democracia asuma también valores nuevos.

La frontera americana, como señala Berman, constituyó un marco civilizatorio en el que la igualdad de los hombres en los espacios vacíos, desérticos, establece condiciones de igualdad para construir las bases de una democracia “natural” (pre–civilizada) que construye sus valores y procedimientos desde abajo, a diferencia de la democracia institucionalizada que lo hace desde los poderes estatales que abren sus instituciones para moldear a sus propios ciudadanos y sus procedimientos de participación cívica a imagen y semejanza de un imaginario político en el que se parte de una mitología que presupone universos e imágenes jerárquicas/jerarquizantes. Pero de ahí a postular la superioridad de un “modelo” civilizatorio y, por ende, su “legítimo” derecho a tomar o apropiarse un territorio diferente, bajo la coartada de “civilizarlo”, justificando estas acciones sobre la base de una mitología ideal, voluntarista y fantasiosa, es otra cosa muy diferente.

A final de cuentas, en la reconfiguración del juego cultural en las fronteras hoy más que nunca está, frente a frente, una diversidad de mitologías e imaginarios en torno a las marcas culturales que nos otorgan el derecho a ser diferentes y, a la vez, nos orillan a plantear reglas nuevas para el intercambio cultural (insoslayable) y la convivencia política. Estoy convencido de que una nueva mitología de la frontera se está tejiendo hoy día en la mayoría de las fronteras, más allá del odio y la violencia racial, puesto que las marcas raciales se han relativizado y hoy se ha erigido el intercambio cultural y el pluralismo como los valores “modernos” que construyen la mitología y la metafísica de las fronteras en los tiempos de la modernidad del nuevo milenio. Modernidad sólida o líquida, pareciera que sus movimientos internos confirman su longevidad y su permanente transformación, al igual que las fronteras.


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Notas

1 Los descubrimientos de las ciencias físicas que han modificado nuestra imagen del universo; la industrialización asociada a la transformación del conocimiento en tecnología; el crecimiento urbano; las migraciones internas; el declive del mundo rural y la creación de nuevos espacios de integración social más amplios: la ciudad y el Estado–nación; los sistemas de comunicación de masas; la ampliación de los intercambios económicos hasta configurar el mercado nacional y el mercado capitalista mundial.

2 El tiroteo en el O.K. Corral ha hecho leyenda en la historia de la conquista de Oeste americano. Ocurrió en Tombstone, Arizona, cerca de las 14:30 del miércoles 26 de octubre de 1881, en un terreno vacío detrás de una zona de corrales (establos abiertos para el ganado). Se realizaron 30 tiros en 30 segundos. Los sucesos son relevantes en tanto son sintomáticos de las múltiples señales de la decadencia del Viejo Oeste, la necesidad de establecer un orden férreo frente al caos del espíritu libre y arbitrario de los forajidos resistentes, precisamente, al orden legal y al espíritu industrial y de empresa que empezaba a imperar a finales del siglo XIX en el Oeste americano.

3 Personaje central del poema épico medieval (del siglo XIII) Parzival de Wolfram von Eschenbach. El poema relata la vida de este caballero de la corte del Rey Arturo y su búsqueda del Santo Grial.

4 Es importante resaltar el caso de la teoría de la frontera elaborada para América del Norte por Frederick Jackson Turner. Este autor intenta hacer explícita la existencia de una “frontera” a partir de un conjunto ideal o imaginario de actitudes y creencias transformándolas en una ideología de larga vigencia. Una ideología que vincula épicamente la frontera norteamericana con la conquista del Oeste derivando de ello el carácter democrático de las instituciones estadounidenses como fundamento de la nación norteamericana: “La existencia de una superficie de tierras libres y abiertas a la conquista, su retroceso continuo y el avance de los colonos hacia el occidente, explican el desarrollo de la nación norteamericana”. A partir de esta elaboración teórica, la frontera se convirtió en el mayor mito de Estados Unidos. Todo lo que aconteció en el Oeste sirvió para forjar la personalidad del país a través de valores como la búsqueda de oportunidades, el pragmatismo, el utilitarismo, la actitud enérgica ante las dificultades, la capacidad de innovación y el esfuerzo orientado para el progreso. La promoción de la democracia aquí y en el mundo entero “significa el triunfo de la frontera (Turner, 1986).

5 Y lo siguen siendo aun en el paradigmático caso de la unificación europea bajo el Tratado de Maastricht: se crea un mundo unificado pero se crean nuevas clasificaciones frente a las minorías. Nuevas marcas para una exclusión vieja que se renueva. Nuevas medidas proteccionistas, nuevas deportaciones y nuevas medidas terroristas contra el terrorismo (real o inventado). Nuevos sectores excluidos, siempre los del Sur, los inmigrantes procedentes del Tercer Mundo, y de Europa del Este, la “gente de color” y las mujeres.

6 Desde esta perspectiva, lo global es lo que no deja nada fuera de sí, lo que contiene todo, vincula e integra de manera que no queda nada suelto, aislado, independiente, perdido o protegido, a salvo o condenado, en su exterior (Innerarity, 2008).

7 En esta nueva condición que es percibida, cada vez es más difícil “cargarle el muerto” a otros, a regiones lejanas, o a las generaciones futuras, a otros sectores sociales, etcetéra. El “patio trasero” ya no existe pues la casa se extendió hasta éste sin conciencia de la desaparición de los límites físicos y, sobre todo, imaginarios.

8 En esta matriz se inscribe la tesis de Frederick Jackson Turner sobre la frontera como fundamento de la identidad del pueblo estadounidense (Ghorra–Gobin, 1994; Torres, 2004).

9 Sin metales preciosos y sin indios mansos, “las colonias del norte eran marginales y prescindibles” (Weber y Rausch, 2000:255).

10 El balance de esas visitas fue lamentable: los presidios apenas sobrevivían en un ambiente inhóspito caracterizado por una fauna nociva, aguas insalubres e indios de una crueldad aterradora. Por ello, decía un comisionado que esas tierras no valían ni el situado remitido anualmente por el rey de España para el mantenimiento de los presidios (De Lafora, 2004).

11 David Weber (2000:292) señala que “las nuevas fronteras imperiales creadas en 1763 sólo existían, en gran parte, en la imaginación europea”.

12 Serían los linderos de su frontera hacia el Oeste los que, en buena parte, contribuirían a crear su peculiar manera de ser y su cultura. La frontera en su continuo avance hacia el Oeste siempre estaría presente en la conciencia de este país, y el sueño americano estuvo estrechamente ligado a los éxitos logrados con este inexorable avance (Sainero, 1984).

13 Otros asentamientos también muy importantes tuvieron lugar en la costa oeste, y gracias en buena parte a la ideología liberal de John Locke el sentimiento democrático se abrió paso en este nuevo país. Como sabemos, Locke mantenía que el hombre no entrega totalmente su libertad al déspota o al monarca, y este último se debe de comprometer a respetar y a hacer respetar los derechos naturales de los individuos. Por lo tanto, el fin primero de la comunidad es lograr la seguridad, la propiedad y la libertad de los ciudadanos. Cuando el gobierno traspase estos límites convirtiéndose en un gobierno despótico y opresor, el contrato entre gobernantes y gobernados se anula automáticamente y los gobernados pueden legítimamente rebelarse. Como puede verse, esta ideología chocaba frontalmente con las ideas políticas y religiosas de la mayoría de los países europeos del momento. A pesar de ello, en Estados Unidos fueron ampliamente aceptadas y se propagaron con rapidez. La idea de un nuevo país en el que todos los emigrantes eran iguales y con una frontera en constante avance hacia regiones inexploradas y llenas de riqueza es lo que forjaría la idea del “sueño americano” en millones de emigrantes (Sainero, 1984).

14 Este término designaba a un conglomerado heterogéneo de aventureros que ensancharon los dominios de Estados Unidos entre 1790 y 1860, en especial, en las llamadas “estampidas” de los años 1828 (la época de los “Conestoga Wagons”, construidos en Pennsylvania) y 1848 (la fiebre del oro de los forty–niners en California) (Escamilla, 1999).

15 Las ciudades españolas del Lejano Oeste precedieron entre 100 y 200 años a la época de la Conquista del Oeste: la casa de gobierno de Santa Fe, en lo que es ahora el Estado de Nuevo México, se construyó en la Plaza Mayor de dicha ciudad, más de diez años antes del viaje de los Peregrinos en el Mayflower. También constituyeron verdaderos núcleos de poblamiento del territorio que ya existía mucho antes de la “Conquista del Oeste” por los llamados “pioneros” (Escamilla, 1999). Entre las ciudades hispánicas del Oeste norteamericano se pueden señalar a Socorro, fundada en 1589, Albuquerque (Nuevo México), Austin, San Antonio, Amarillo, El Paso (Tejas), San Javier (Arizona), Pueblo (Colorado) y todas las ciudades del Camino Real de California, desde San Diego hasta San Francisco (Álvarez, 1997).

16 El mundo de la frontera, el “sueño americano” de libertad y riquezas, convertía al emigrante en un ser distinto. El campesino recolector de patatas se transformaría unas veces en trabajador del tendido de los nuevos ferrocarriles, en incansable luchador contra los indios, como es el caso del general Custer, o en buscador de oro en las lejanas tierras de California. Paradójicamente, buscando la subsistencia en un nuevo país, ayudarían a levantar un nuevo imperio (Sainero, 1988).

17 James Fenimore Cooper será por excelencia el escritor de la frontera, y en sus novelas asistimos al enfrentamiento entre la vida libre y salvaje y el avance inexorable de la civilización, con sus leyes y rígidas costumbres. Cooper nos ofrece el prototipo del héroe de la frontera en Leatherstocking (Natty Bumpoo), quien es la figura central de una serie de novelas; así, en The Deerslayer (1841) asistimos a su época juvenil; en The Last of the Mohicans (1826), a su madurez; en The Pathfinder (1840), a sus relaciones amorosas, y en The Pioneer (1823) y The Prairie (1827), a su vejez y muerte (Cfr. Sainero, 1984).

18 Con todo esto la frontera americana llegaba a sus límites geográficos en las costas del Pacífico. El “sueño americano”, buscando nuevas fronteras en las que la libertad en contacto con la naturaleza y las riquezas inmensas siguieran estando al alcance de cualquier mortal, fija sus ojos en Canadá y Alaska. En Jack London podemos encontrar al nuevo novelista de la frontera de esta época, su vida y sus obras nos muestran ese incansable peregrinar en busca de la felicidad. Su infancia la pasó en los turbulentos territorios de California, y sus trabajos fueron de lo más variados y curiosos, como pueden ser coger ostras en la bahía de San Francisco, marinero, cazador, estudiante y buscador de oro, de todos ellos volvió tan pobre como empezó, pero sus experiencias las dejaría plasmadas en una serie de libros que rápidamente lo harían famoso y millonario, como son sus novelas The Cali of the Wild, White Fang y Martín Edén. No obstante, en la búsqueda de ese gran sueño no logró encontrar la felicidad, puesto que la fama y el dinero le apartaron de la vida real de la frontera, para sentirse aprisionado dentro de la sociedad moderna superficial. También la frontera ha tocado a su fin al no haber nuevos y excitantes territorios que conquistar. Jack London, sin ningún interés por la vida, se suicidaría a los 40 años de edad. Su obra Martín Edén es una novela autobiográfica en la que también el protagonista terminará suicidándose. Esto nos demuestra que Jack había ya pensado en su propio suicidio con anterioridad. El fin de la frontera significa también el fin del sueño americano, la muerte de una idea hermosa, y el enfrentamiento de la sociedad consigo misma. Con la desaparición de la frontera el pueblo norteamericano tiene que volver los ojos sobre sí mismo intentando encontrar nuevos horizontes, pero lo que ve no le gusta, los nuevos horizontes no existen (Sainero, 1984:293–302).