Reseña bibliográfica | Estudios Fronterizos, vol. 6, núm. 11, 2005, 141-145 |
Las otras lecturas
Castro, Rodolfo (comp.), Paidós mexicana, méxico, 1ª. Ed., 2003
Hugo Salcedo*
* Docente de la Escuela de Humanidades. Universidad Autónoma de Baja California.
Correo electrónico: salcedo@uabc.mx
Leer, ¿qué? Leer, ¿para qué?
En reiteradas veces a lo largo de nuestra formación, hemos escuchado la imperiosa necesidad de aplicarnos en el ejercicio cotidiano de la práctica de la lectura, aun cuando no se explican las razones específicas por las que vale –y mucho– ejecutar esa práctica. Los padres o los maestros de primer enseñanza, sin dar muchos detalles, quienes insisten en que vayamos conformando el hábito; los padres o los hermanos mayores nos pretenden halagar con libros en las fechas de cumpleaños o en Navidad, los profesores organizan círculos para el intercambio de publicaciones y llegan hasta a llenar su programa de clase con posibilidades bien interesantes para los estudiantes, que así es como se encuentran por primera vez con Kipling, Stevenson, Dickens o Esopo.
Pero en verdad son bien pocas las reflexiones que se establecen en torno a los tangible beneficios que conlleva el proceso lectural, no sólo en el momento más inmediato, cuando nos atrevemos a dar revista del documento ante nuestros ojos, sino en una auténtica transformación que de manera acumulativa puede acompañarnos de manera feliz en el transcurso de toda la vida.
En un primer momento, podemos encontrar que la lectura nos abre la magna ventana hacia la imaginación, permite realizar un despliegue de vivencias o experiencias en los contextos –cercanos o distantes– de los que echa mano la ficción, da la bienvenida a toda una carpeta de mundos probables plagados de anécdotas o de personajes que nos hacer vibrar en cada una de las aventuras o pasajes expuestos con énfasis de elocuencia narrativa. Aquí la lectura es puente y, al mismo tiempo, fin en sí misma, no por ello menos agraciada pues también es la posibilidad para el desarrollo de capacidades nemotécnicas, así como para el incremento de vocabulario que incide en un dominio más aguzado del idioma. Es también comprensión cultural y de cualidades del ámbito conceptual que inciden en el razonamiento de tiempos ya lejanos o de circunstancias reconocibles.
Sin embargo, la complejidad de la vida misma ofrece de manera natural "otras lecturas" que se alejan del mero renglón de las anécdotas ficcionales; o dicho de otra manera, que se apartan de la mención simplista de que los libros son los únicos objetos o medios de expresión que pueden "leerse".
Lo anterior queda claro cuando se tiene en mano un volumen como el que compila Rodolfo Castro y del que aquí se hace reseña, en el que se hace amable inmersión en otras posibilidades en donde leer no solamente es leer libros, sino también atendiendo al propio devenir individual y social, para poder presentarnos como un actor activo ante el discernir del ojo curioso de la ciencia y descubrir leyes que en su momento resultan irrefutables y que luego habrán de modificarse para permitir el proceso científico que conlleva el meticuloso cuidado del escrutinio y la rigurosa comprobación del hecho. Observar, pues, y leer las circunstancias para proponer axiomas que luego se desplacen bajo postulados dialécticos. Lo interesante de la función científica es imaginar, soñar con elementos fantásticos que puedan llegar después a encontrarse en nuestro mundo cotidiano, el "de a de veras". Ya Copérnico, Newton o Einstein partieron de principios semejantes a fin de explicarnos la complejidad del mundo conocido de su tiempo específico y la maravilla que se experimenta a partir de ese supuesto tangible. Bien lo puntualiza el físico francés LévyLeblond: "la física teórica, epítome de las ciencias exactas, es, ante todo, ficción. El físico, lo mismo que el novelista, inventa mundos y cuenta historias" (p. 30).
Y qué decir de la recreación y lectura del espectáculo circense trasladado a la mera causalidad de nuestra vida diaria: cuando el reloj despertador simplemente no funciona y llegamos tarde al trabajo, o cuando nuestro laborioso almuerzo se lo traga un hambriento perro que se aproxima amistoso en la banca de un parque, o cuando somos bombardeados por el excremento de palomas en la parada del autobús, o cuando caemos de bruces por un impertinente desperdicio sobre la banqueta, o cuando la tinta del bolígrafo se derrama en nuestra impecable camisa justo antes de la cita tan importante... Gesticulación corporal que se transforma en coreografía y anecdotario cotidiano resultante del elocuente discurso narrativo, pueden también leerse mostrando un texto humano tan divertido como impredecible. El humor, que tanto se agradece en situaciones harto solemnes, resulta igualmente legible ante los ojos de todos los días en un afán que nos conduce desde el análisis y la comprensión hasta el disfrute mismo de la vida diaria en una gramática o sintaxis del discurso que no necesita de locución verbal para alcanzar el grado de expresión y comunicación.
Y más todavía: podemos igual leer en la oscuridad, tocando esas superficies rugosas o ásperas cuando nos han cortado el suministro eléctrico y tentaleamos para no tropezar con algún mueble dentro de nuestro propio domicilio. Se lee de igual manera el afecto manifestado por una singular caricia de la persona a la que amamos, en un saludo distante del colega universitario o en un sonido puntual que va llenando su contenedor cuando el agua golpea la superficie. Por los sentidos se cuela esta información determinante que permite comprender circunstancias, razones o cualidades de una historia que vamos construyendo en silencio. La partitura interpretada magistralmente en un soberbio concierto también puede leerse. Los olores fétidos en la bolsa de los desperdicios o el aroma que desprende la comida facturada en casa también pueden leerse. También guardan su enigma a descifrar.
Y el teatro, como ejercicio de una compleja actividad comunicativa, puede leerse igual en diferentes sentidos y niveles. En el acuerdo tácito de acudir a un espacio representacional y dejar que la bocaescena nos traslade a los espacios de la ficción, posibilita que hagamos uso de una compleja lectura; allí una silla convencional va a decirnos quizá que estamos en la sala principal de cierto encumbrado palacio donde deambula el locuaz príncipe de Dinamarca, o el simple sonido de truenos en el exterior puede llegar a significarnos que lo que se abre en el espacio ficcional es el campo abierto y agreste para el injusto tránsito del desterrado rey Lear, que ha sido echado injustamente a la intemperie por sus propias hijas.
El teatro guiñol, visto así, resulta ser quizá el grado más elaborado de esta compleja lectura del mundo. El reducido teatrino elaborado con varilla y retazos de tela es en sí una doble metáfora: tanto por referirse a la reducción en mínima escala de todo el espacio utilizado para el juego de la representación (el teatro –público y actores– en la convención más abrumadora), como por la referencia directa hacia el mundo "real" y la vida misma. Quizá por ello la complejidad y puesta en riesgo de quienes se aventuran a este oficio dan lugar y cuerpo específicos mediante la utilización de la magia en el arte de los títeres: al igual que las capas infinitas de la cebolla, una circunstancia encierra otra, más delgada, más fina y de mayor delicadeza.
Si leer entonces es la propuesta implícita del volumen al que aquí se hace referencia, ¿cuál es la acción más amplia que se nos sugiere? Leer todo: los libros probados como clásicos dentro de toda nuestra tradición cultural, o los recientes porque son nuevos intentos de reconstrucción del mundo. Pero no solamente bibliografía electrónica o páginas impresas de los libros "convencionales", pues quedaría reducido el amplísimo esquema de las posibilidades que provee el ejercicio lectural: leer entonces con igual enjundia los sonidos de la primavera o de la copiosa lluvia que hace estragos en una ciudad no preparada para ello, leer igual la gestualidad y corporalidad de los semejantes con que topamos todos los días (carteros, transeúntes, circunstancias, vecinos), leer para comprender mejor los resultados de los comicios electorales y las discusiones de la vida política, leer e intentar contextualizar las alzas al precio del petróleo, los índices demográficos, la vida cultural y social intrínsecas al propio ser humano.
Leer, entonces, ¿para qué? Para comprender más y mejor nuestro contexto y a nuestros semejantes. Para intentar completar el infinito juego de la imaginación, las incógnitas o retazos que a diario se presentan a sazón de la información mediática. Para discernir entre la verdad y la mentira, entre la justa propuesta y la calumnia. Para hacer la vida más llevadera y encontrar mejor calidad en nuestro devenir común. Para poder escaparnos de vez en cuando por esta amable ventanita cuando el hastío ahoga, y para afrontar y solucionar problemas inherentes a la existencia. Leer para disfrutar simplemente, o para transformar con miras a un bien colectivo y socialmente tan agradecible como urgente y necesario.