Reseña bibliográfica | Estudios Fronterizos, vol. 11, núm. 22, 2010, 241-248 |
California: la aventura catalana del noroeste
Hacia el Pacífico norte: Los catalanes en la última expansión del imperio colonial español1
Ignacio del Río*
Josep Soler Vidal, , traducción de Martí Soler, investigación y paleografía de los documentos de Martín Olmedo, México, El Colegio de Jalisco / Fideicomiso Teixidor / Generalitat de Catalunya / Libros del Umbral, 2001, 320 pp.
* Doctor en Historia, Instituto de Investigaciones Históricas de la unam, sniiii.
Fueron en su tiempo y nos resultan hoy todavía tan sorprendentes los hechos primordiales de la expansión española de fines del siglo XV y principios del XVI que a menudo olvidamos que ese proceso expansivo iniciado entonces llegó a ser cabalmente tricentenario. Si el primero de los grandes viajes colombinos se realizó en los años de 1492 y 1493, tres siglos justos más tarde navegantes y colonizadores al servicio de la corona española todavía se ocupaban en descubrir y demarcar las costas occidentales de la América del Norte y empeñaban sus esfuerzos en fundar y tratar de sostener contra viento y marea una pequeña colonia en la distante y a la sazón disputada bahía de Nutka, localizada en lo que son hoy día litorales insulares canadienses.
Un proceso que abarcó un tan amplio arco cronológico y que tuvo a la postre una dimensión geográfica prácticamente continental no pudo producirse sino de manera discontinua, bajo muy distintas modalidades y registrar, al paso del tiempo, cambios verdaderamente esenciales en cuanto a sus condiciones de realización y su sentido. Pocas semejanzas pueden encontrarse, por ejemplo, entre un movimiento de expansión y conquista como el que acaudilló Cortés en la segunda y tercera décadas del siglo XVI y esos otros movimientos, también de expansión y conquista, que en el curso del siglo XVIII condujeron a la fundación del Nuevo Santander –el hoy estado de Tamaulipas–, o de la Nueva o Alta California –o sea, la California hoy estadounidense.
De uno de esos momentos diferenciados de la expansión española hacia los distintos confines del Nuevo Mundo trata el libro de Josep Soler Vidal que voy a comentar en las siguientes páginas: del momento de la expansión hacia la Alta California y otros puntos aún más septentrionales. Movimiento colonizador iniciado el año de 1769, éste que da tema al libro de Soler Vidal vino a ser ciertamente la última gran expansión colonial del imperio español.
Antes de pasar a destacar algunos aspectos del contenido del libro quisiera hacer unos cuantos señalamientos respecto de las condiciones en que se realizó ese movimiento de colonización que cierra el ciclo expansivo de los españoles en el mundo indiano.
La ocupación de la bahía de Nutka fue una avanzada de los españoles realmente efímera. En ese punto se estableció una nueva frontera del imperio, frontera precaria, fugaz, que no llegó a consolidarse. Allí el logro sería a la postre el mero descubrimiento, la develación, el desarrollo del saber geográfico y etnográfico, logro que ciertamente no pudo conseguirse sin enfrentar incertidumbres, correr riesgos, padecer enfermedades como el escorbuto –el azote de los navegantes de la época– y aun pagar una cuota de vidas humanas. Pero, como dije, aquel asentamiento de avanzada no subsistió.
En cambio, la ocupación española de los territorios de la Nueva o Alta California, que también tuvo en principio una motivación estratégica, sí resultó en un desarrollo colonial estable, pese a que se trataba de un territorio bastante alejado respecto de las zonas nucleares de la Nueva España, al que difícilmente se podía acceder por vías terrestres y el que durante largo tiempo tuvo que ser abastecido tan sólo por los caminos del mar.
En toda esa parte del continente americano, el avance español se dio como una reacción ante la penetrante presencia de los rusos, que desde Alaska venían tras la pieles finas y en ánimo de establecerse en la región, y ante la renovada amenaza de los ingleses que, desde los tiempos del pirata Francis Drake, o sea, desde el último cuarto del siglo XVI, habían entrevisto la posibilidad de erigir en aquellas latitudes americanas una colonia, para la que, por cierto, el mismo Drake había dejado listo el nombre: la Nueva Albión. La estrategia española consistió en anticiparse a las naciones rivales, realizando un movimiento que llevara a poblar la Alta California, visitada por los españoles desde más de dos siglos antes, pero aún no ocupada por ellos, y yendo luego mar arriba para seguir descubriendo los litorales del continente, confiando quizás en que podría alegarse, llegado el caso, como lo habían hecho los Reyes Católicos en el siglo XV, que el descubrimiento de tierras nuevas creaba por sí mismo derechos de soberanía.
Como esos avances convenían, pues, a las necesidades defensivas del imperio español, se llevaron a efecto bajo el entero patrocinio del Estado. No hubo en esta empresa inversión privada; por lo menos no la hubo en un principio, y por tanto no se manifestaron en ella o no tuvieron ocasión de entrar en juego los intereses particulares de los conquistadores y los colonos, esos intereses que tantas veces en la historia de la América colonial habían dado pábulo a la depredación extrema de las poblaciones autóctonas y de sus medios de vida.
No estoy idealizando los hechos de este avance colonial tardío, tan sólo puntualizo que ese último movimiento de expansión fue en su origen una empresa con carácter oficial, sujeta por lo tanto a ciertos necesarios controles, encaminada a alcanzar ante todo objetivos que convenían al Estado y encomendada, en sus niveles de dirección, a un personal disciplinado, selecto y merecedor de la confianza de quienes en ese entonces iban marcando el rumbo del régimen. Sucedió, además, que muchas de las individualidades más destacadas de ese personal eran catalanohablantes, lo que venía a ser un hecho ciertamente excepcional.
Dicho lo anterior, paso ya a referirme concretamente al libro de Josep Soler Vidal.
En cuanto a su conformación diré que es un libro que fue integrado ex profeso para esta edición. Para componerlo fueron reunidos varios textos originariamente elaborados como estudios particulares y que, según vemos en la referencia bibliográfica que viene al final del libro, en un principio se publicaron separadamente, como opúsculos o como artículos en revistas de difusión. En su primera versión editada todos ellos aparecieron en catalán, por lo que sus lectores destinatarios no pudieron ser sino los hablantes de esta lengua. Aun cuando los textos reunidos se refieren a distintos hechos y distintos personajes, tenemos que ocurren aquéllos y actúan éstos en un espacio y un tiempo más o menos unitarios. Una afinidad temática enteramente manifiesta valida la decisión de publicar estos textos conjuntamente, sobre todo porque todos ellos se complementan entre sí. Ponerlos nuevamente en circulación ha sido, creo yo, una decisión atinada, porque esos estudios son todavía vigentes y porque tienen rasgos que seguramente resultarán de un particular interés para quien se acerque a esta obra con la mente y el corazón abiertos, no con una actitud de condescendencia, sino simplemente con simpatía. Ofrecer, en fin, los textos de referencia traducidos al español es, por supuesto, ampliar el número de sus potenciales lectores, vale decir, de sus beneficiarios.
Reconozco que estos estudios californianos que nos legó Josep Soler tienen cualidades muy apreciables y no comunes. Aunque podrán advertirse en el conjunto de la obra algunas insuficiencias de información, al notarlas nos convendría recordar aquello de que en todo libro, por amplio, prolijo, abundoso y omnicomprensivo que sea, siempre falta todo lo que no está contenido en él. Dos o tres inexactitudes en fechas, que bien pudieron deberse a algún lapsus calami, resultan fallas que habría que minimizar, sobre todo porque son errores que el contexto del discurso hace evidentes. Podemos estar seguros, por lo demás, de que, para redactar sus textos, el autor siempre procuró reunir información suficiente y consignarla con la mayor puntualidad y –ojo con esto, que es muy importante– honradez. Es cierto que ese aparato crítico que no llegó a elaborarse o no se preservó habría dado un sustento más firme al dicho de nuestro autor, pero yo no lamentaría demasiado ese defecto, pues creo que las mayores virtudes del libro, los valores más particulares de él, no derivan de la probable autenticidad documental de los datos consignados, sino de la significación que esos datos cobraron en la conciencia del historiador.
Como ya se anticipa en el título que le fue puesto a la obra, los estudios acopiados se refieren a la participación de los catalanes en ese proceso que hemos nombrado como la última expansión colonial del imperio español. Es del todo obvio que, al preparar cada uno de sus estudios, el autor estuvo menos interesado en ofrecer una visión de conjunto de ese movimiento de expansión hacia las tierras y los mares del Pacífico Norte que en identificar a los hombres que procedían del Levante español y de las islas Baleares, en reconstruir la trayectoria de algunos de ellos y en valorar la obra individual de unos y la obra colectiva de todos. La atención de él se centró en cada caso en un individuo que fuera a todas luces sobresaliente: Pedro Fages, el de “Guissona, antigua villa de la Segarra”, oficial de la Segunda Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña, soldado, pues, y luego gobernador de California; esforzado, cumplido en sus comisiones, informante puntual, cronista tal vez sin habérselo propuesto; Pedro Font, el franciscano aragonés al que más le daba por acumular saberes que por recitar oraciones; incansable, dispuesto siempre a sumarse a expediciones azarosas, observador acucioso de las realidades naturales y humanas que aparecían ante sus ojos, pertrechado siempre de sus instrumentos de medición: el compás, el cuadrante astronómico, el astrolabio, el grafómetro; autor de registros diarios que, aparte del enorme valor que tienen como apuntes corográficos, parecen casi tratados de etnografía; y, por sobre todo esto, visionario capaz de hacer vaticinios sobre la fundación de futuras ciudades, como fue el caso de la de San Francisco; Juan Perés, seguramente mallorquín, “de la ribera de Palma”, según dijo fray Junípero Serra; marino de gran habilidad y no poco atrevimiento, que alcanzó a subir por el Pacífico Norte hasta el cabo que llamó de Santa Magdalena, situado hacia los 55 grados, latitud norte, altura no alcanzada hasta entonces por ningún europeo occidental, y, en fin, Pedro Alberni, catalán, aunque no sabemos de qué lugar preciso; oficial de la Segunda Compañía Franca de Voluntarios de Cataluña, como Fages; poblador de la bahía de Nutka, militar que, se dice, prefería los arados a las armas ofensivas, que entendió que para poblar había que desarrollar la agricultura, que buscó el trato pacífico con los indios lugareños y que, aprendidas por él algunas palabras de la lengua vernácula, las usó para hacer una canción y cantárselas a los nativos con la tonada de “Mambrú se fue a la guerra”.
Estos personajes que he mencionado son como los focos de la atención del historiador Soler, pero al mismo tiempo son ejes en torno de los cuales giran otras personas que son catalanas también, que son gente de habla catalana. En los textos compilados vemos aparecer, a veces muy fugazmente, a militares como Gaspar de Portolá, Fernando de Rivera y Moncada, José Antonio Romeu, Pablo Vicente y Esteban de Solà, Antonio de Pol, Cayetano Perera, Nicolás Soler, José Joaquín Moraga, José Antonio Jorba, Juan Puig, Miguel Pericás, Agustín Callís, Francisco Javier, Patricio, José María y Miguel Picó, entre otros; y a Miguel Constansó, que era ingeniero militar, y a Pedro Pratt y Pablo Soler, que eran médicos; y a gente de mar, como Vicente Vila, Mauricio Faulià y Manuel Quimper; a religiosos, en fin, como Junípero Serra, Juan Crespí, Francisco Palou, Rafael Verger, Fermín Francisco Lasuén y Francisco Garcés, por sólo nombrar a los más conocidos.
No se puede sino decir que ésta era una concurrencia notable, porque todos los nombrados, y otros que no nombramos por no alargar demasiado la lista, eran hombres que tenían una común procedencia en el mundo ibérico, el Levante peninsular, y porque, unos más y otros menos, todos estuvieron llamados a realizar una obra fundacional trascendente. Josep Soler reconocía lo excepcional de la situación: “Un conjunto tan importante de catalanes dedicados a una empresa común, de carácter oficial –escribió–, difícilmente se encuentra en otro periodo de la historia de América”. Y podríamos nosotros enmendarle la plana y decir: un conjunto igual de hombres levantinos es completamente seguro que no se encuentra en otro periodo de la historia de la América española, al menos no un conjunto que haya tenido una presencia tan multiforme y tan decisiva en un proceso de expansión colonial.
En esta “aventura catalana del noroeste” vio Josep Soler una especie de reivindicación histórica, de rectificación de la política de exclusión de los catalanes a la que dio fundamento la disposición testamentaria de doña Isabel la Católica, reina de Castilla. Circunstancias excepcionales, dice el autor que comentamos, se conjugaron “para poner la empresa [de California] en manos de naturales de las tierras de lengua catalana, los cuales habían sido excluidos de la aventura americana hasta aquel siglo”.
Josep Soler escribe sobre esos catalanes porque obviamente piensa que es de justicia que queden también incluidos en la Historia, la de la hache mayúscula. Escribe con un cierto ánimo de exaltación para dar cuenta de la índole de los hombres y del valor de su obra: los catalanes sobre los que él escribe no son hombres que hayan llegado para anatematizar a nadie ni para destruir lo establecido, sino que son “colonizadores de ánimo conciliador”; sus huestes no son conquistadoras, sino “civilizadoras”; fueron ellos pioneros que antecedieron a los “pioneros del Oeste de Norteamérica” y fundadores de lo que ni siquiera alcanzaron a imaginar: del que llegaría a ser uno de los más populosos y prósperos estados de la Unión Americana. No son necesariamente falseamientos fácticos éstos, aunque sí versiones cargadas de un cierto romanticismo.
Puesto ya a idealizar la “aventura catalana del noroeste”, nuestro autor afirma que esos hombres a los que hermanaba la lengua formaron en aquellas latitudes una especie de “cofradía espiritual” que atenuaba las diferencias sociales o jerárquicas que sin duda había entre ellos. Y he de decir que en la lógica de la interpretación adoptada por el autor, más importante le resultaba a él mantener incólume su visión un tanto idílica que tratar de explicar, por ejemplo, las desavenencias irreductibles que se dieron entre los religiosos y los militares; entre, pongamos por caso, el mallorquín Serra, que hablaba el catalán y que se congratulaba cuando encontraba alguien con quien pudiera hablar en esa lengua, y Fages, el de Guissona, que también tenía el catalán como lengua madre. Los catalanes de la obra historiográfica de Josep Soler tenían que funcionar en armonía para que la suya fuera una obra colectiva, casi diríamos una obra nacional.
Agregaré a todo esto que, con sus estudios, nuestro autor quiso también reparar otra suerte de injusticia: la de la ignorancia, la del olvido. Hablando de Pedro Alberni dice: “alcanzó la fama de hombre notable, y quienes menos sabíamos de ello éramos sus propios connacionales”. Quizá en esta exclamación podamos ver, sintetizada, la motivación profunda del historiador Josep Soler, un catalán que escribió sobre catalanes, primordialmente para catalanes y en catalán.
Estoy por terminar y no quisiera dejar la impresión de que he tratado de insinuar aquí que el catalanismo manifiesto de nuestro autor sesga su obra y la demerita. En realidad, yo considero que ese sentimiento le sirvió a él de acicate y lo proveyó de una validísima justificación para aplicarse a la investigación y para publicar los resultados de ella. El catalanismo de Josep Soler era, creo yo, irrenunciable, y cierto es que, en el terreno de la investigación histórica, no lo llevó a falsear los datos de origen documental para ajustarlos a algún esquema de interpretación preconcebido, sino que sólo lo proveyó de una plataforma de observación, que él en ningún momento trató de ocultar o disimular. Todos los seres humanos, historiadores o no, funcionamos indefectiblemente dentro de la urdimbre de nuestros sentimientos de identidad colectiva. De esos sentimientos no podemos despojarnos ni cuando escribimos un libro de historia ni cuando lo leemos. Si alguien pudiera convencernos de que está por encima de estas sensibilidades humanas pienso yo que habría que concederle el derecho de arrojar la primera piedra.
Notas
1 Texto leído en el Orfeo Català de la Ciudad de México, D. F., el 19 de junio de 2002.