Reseña bibliográfica | Estudios Fronterizos, vol. 12, núm. 24, 2011, 225-231 |
Mujeres pioneras en Baja California, México
Aidé Grijalva1
Carlos Barboza Castillo, , Instituto de Cultura de Baja California, Instituto Municipal de la Mujer de Tijuana, 2011 (Colección Estado 29, Serie Calafia)
1 Investigadora de t.c. del Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Autónoma de Baja California.
Correo electrónico: aidel@uabc.edu.mx
Mujeres pioneras en Baja California de Carlos Barboza Castillo, publicada por el ICBC y el IMMUJER de Tijuana, es apenas un asomo, un esbozo, una pincelada de las contribuciones realizadas por algunas mujeres de esta parte del país hecha, tal vez sin proponérselo, a favor de su barrio, de su colonia, de su ciudad, de su municipio, de su entorno y del medio en el que se desenvuelve.
Al leer el inventario realizado por Barboza, un primer registro de mujeres bajacalifornianas que han destacado en diferentes ámbitos de nuestro estado a partir de que Baja California se convirtió en una entidad federativa, caemos en cuenta de que las mujeres están por todas partes, abriendo puertas, dejando atrás el papel tradicional que se les asignó por mucho tiempo, sobándose el lomo y trabajando duro para culminar con éxito responsabilidades tanto laborales como políticas, académicas, culturales o para sacar adelante negocios propios.
De repente, nos percatamos de que las mujeres bajacalifornianas no paran, no tienen límites, pues lo mismo las encontramos fundando escuelas para formar maestros o jardines para niños en edad preescolar, que changarros que al poco tiempo se convierten en exitosos restaurantes. O metidas en la política, desde regidoras hasta senadoras y aspirando a gobernar nuestro estado. Las mujeres de Baja California andan bailando, danzando, pintando, escribiendo, actuando, cantando, componiendo, comunicando, abriendo librerías en este Macondo del desierto, dando conciertos de ópera o de rock, tocando el piano o el acordeón, organizando festivales artísticos o tianguis culturales, prendiendo pebeteros olímpicos o entrenando a mujeres pugilistas, participando en las olimpiadas o en concursos de belleza, recibiendo Grammys o premios nacionales de reconocimiento a sus talentos artísticos.
Hay mujeres al frente de periódicos, de organismos culturales, de tribunales electorales y de justicia junto con mujeres procuradoras, dramaturgas y magistradas, locutoras, reporteras, periodistas, cronistas, promotoras culturales, haciendo carreras académicas o en el magisterio o en los medios o en la televisión. En donde quiera, mujeres, mujeres, mujeres: arquitectas, ingenieras, oceanólogas, abogadas, sociólogas, historiadoras, bomberas, policías ocupando espacios tradicionalmente masculinos. Mujeres que pisan fuerte.
Pero esto no siempre fue así, porque el papel de la mujer a lo largo de la historia no ha sido fácil. No hace mucho, la mujer tenía el destino predeterminado en función de su origen social. No se le preguntaba qué quería ser cuando fuera grande porque eso de antemano se sabía. Si era hija de campesinos o de un obrero no había más que seguir el camino andado por sus predecesoras, que la adiestraban en las labores domésticas, bastante duras por cierto, y la preparaban para la maternidad, a la que muchas veces no sobrevivía. En cambio, si su origen era el opuesto, igualmente era amaestrada para cumplir con la función social que le correspondía, como hija de la nobleza o de la burguesía. En fin, estoy resumiendo a grandes rasgos.
Lo cierto es que a la mujer no se le preguntaba como ahora qué quería ser, porque ella sabía lo que iba a ser por el resto de su vida desde el momento de su nacimiento, algo que era asumido sin cuestionamiento, o así nos lo han hecho creer.
Pero tal como señala el sociólogo francés Guilles Lipovetsky, esa situación cambió radicalmente a lo largo de estos últimos cien años. No en balde se atreve a afirmar que el pasado siglo xx fue el siglo de la mujer. “El gran siglo de las mujeres”, el que ha revolucionado más que ningún otro el destino y la identidad de las mujeres’ afirma. Antes, las mujeres soñaban con ser madres y amas de casa, dice refiriéndose a la mujer occidental. Eran “esclavas” de la procreación, estaban sometidas a una moral severa, confinadas en sectores denominados como “femeninos”.
Ahora, las mujeres ejercemos una actividad profesional, reivindicamos la paridad política, obtenemos los mismos títulos universitarios y académicos que los hombres, aunque todavía en nuestros pueblos latinos la maternidad sigue siendo, hoy por hoy, el destino de la mujer, a la que aparte de ser madre, se le permite ser empresaria, política, jefa de familia, líder sindical, comerciante, dirigente, artista, cantante, mesera, o lo que quiera o pueda, pero sin olvidar que su papel fundamental en este mundo es el de ser madre.
Ahora bien, el reto es cómo historiar esa transformación si la mujer no ha tenido voz a lo largo de los tiempos. El principal reto de los que tratamos de reconstruir el pasado de nuestro pueblo es que la mujer es casi inexistente en los documentos. Parecería que los cambios sociales y políticos se han hecho al margen de la mujer, ya que son excepcionales los casos en los que aparece en los archivos; como por ejemplo, en los acervos de la Santa Inquisición, en los que la mujer aparece con relativa frecuencia acusada de conductas impropias o de dedicarse a la brujería (en cambio los hombres son magos o sacerdotes, recuerden al Mago Merlin y a la bruja de Blanca Nieves, ¡qué casualidad!) o en un fondo muy conocido en el Archivo General de la Nación conocido como Solicitantes, en donde las mujeres de la época colonial acusaban a miembros del clero de “solicitarles” favores sexuales, razón por la cual iniciaban un juicio en contra de ellos.
No tenemos que devanarnos los sesos para darnos cuenta, que la mujer ha sido pintada, retratada, dibujada por pintores y escultores muy famosos, pero conocemos a pocas pintoras a lo largo de los siglos. ¿Tendrían artritis nuestras abuelas y bisabuelas? La mujer ha sido el personaje central en las obras de nuestros literatos, sean éstos rusos, ingleses, franceses, mexicanos, colombianos, peruanos estadunidenses, pero, hasta hace poco, podíamos contar con los dedos de la mano a nuestras escritoras, la mayoría poetas, quizá porque la poesía les permitía cantar sus penas y sus secretos. Virginia Wolf tal vez habría ganado un Premio Nobel de Literatura si hubiera nacido en la segunda mitad del siglo xx, pero a ella, como a otra, le tocó picar piedra para crearse su propia habitación como el nombre de una de sus novelas famosas. Carmen, Salomé, Madame Butterfly, La Traviatta, óperas célebres, clásicas, con mujeres como sus personajes centrales, fueron compuestas por hombres, pero ¿conocemos a alguna mujer que haya escrito una ópera importante? Yo no, ¿ustedes sí?
Las mujeres, a través de los siglos, hemos estado en escena, pero hemos sido vistas por los hombres, desde el imaginario masculino, desde luego. Recuérdense las esculturas femeninas prehispánicas con énfasis en la cadera femenina, símbolo de la fecundidad.
En fin, que al hurgar en papeles viejos, en documentos, el nombre de una mujer rara vez aparece. Y lo digo refiriéndome a la historia de Baja California. Tal vez algunas de ustedes no estén enteradas pero durante diez años estuvimos en la ciudad de México, en el Archivo General de la Nación, localizando la documentación relativa a Baja California de los siglos xix y xx principalmente. La búsqueda fue muy parecida a la de los gambusinos. Buscábamos y buscábamos y después de revisar cajas, expedientes, hoja por hoja, de pronto, encontrábamos algo sobre nuestro terruño.
A veces, un expediente completo referente a Baja California; en otros, una o dos hojas. Peinamos galerías, como se les llama a los repositorios documentales, porque el Archivo General de la Nación está ubicado en lo que fue el tristemente célebre Palacio de Lecumberri, la moderna prisión que Porfirio Díaz inauguró el 1 de enero de 1900, obra culminante del porfiriato, y las galerías que eran los cuartos donde vivían los presos, ahora están llenos de los papeles que dan cuenta de la memoria histórica de los mexicanos, desde la etapa colonial hasta nuestros días.
Pues en toda esa pesquisa, encontramos excepcionalmente documentos firmados por mujeres, la mayoría de las veces, pidiendo al presidente de México, el pago de una pensión como viudas. Tal es el caso de la viuda de José María Larroque, Mercedes, quien en una conmovedora carta al presidente de la república, Lázaro Cárdenas, le dice que en Tijuana hay una escuela, una calle y hasta una estatua con el nombre de su marido, pero que ella no tiene con qué vivir, mismo argumento de la viuda de uno de los Flores Magón, quien desde Ensenada también pide el pago de una pensión para sobrevivir. Recuerdo cuando revisamos los pasaportes de todos los chinos que se registraron cuyo lugar de residencia era Baja California. Sólo encontramos un pasaporte de una mujer china. Y me pregunto ¿cómo habrían nacido mis compañeros de primaria, cuyos apellidos según recuerdo eran chinos?
Los testimonios más cercanos que tenemos de las mujeres que vivían en este terruño nos los hicieron llegar los misioneros y los primeros exploradores que se acercaron a estos lugares. En sus diarios y cartas a sus superiores describían a las mujeres indígenas, sus rasgos físicos, sus vestimentas, los adornos que usaban, sus “embalajes” y su forma de conducta. La mirada masculina, siempre.
La mujer vuelve a aparecer en nuestra historia como una de las donantes principales del Fondo Piadoso de las Californias, creado por los jesuitas para tener recursos dedicados al mantenimiento de las misiones californianas. Después, durante el siglo xix, las encontramos poseyendo algunos ranchos y dueñas de ganado y de algunas vetas mineras. Y en los fondos de los presidentes del Archivo General de la Nación, encontramos cartas de mujeres bajacalifornianas dirigidas a los diferentes presidentes de México solicitando trabajo o escuela para sus hijos, asistencia médica para su marido, hasta sillas de ruedas, pero nunca un pedazo de tierra ni un trabajo para ellas. Siempre para su familia. ¿Han cambiado los tiempos?
Así pues, creo que tenemos por delante una gran tarea. Como historiadoras, recuperar la voz y el pasado de nuestras mujeres. Buscarlas, aunque se nos escondan, porque sabemos que las mujeres han estado ahí, en la lucha, en la brega, sorteando peligros, saliendo adelante, no nada más criando chamacos y apoyando a sus maridos. Ése es el mérito del libro de Carlos Barboza. Como él mismo señala en el prólogo: “es un documento que servirá de consulta, pero igualmente de reconocimiento, de reivindicación, cuya intención es estimular la investigación para sacar a la luz pública a aquellas mujeres que abrieron los caminos”.
Por ello hay que invitar a las mujeres a que escriban su historia. En la ciudad de México, una organización femenina de estudios sobre la mujer lanza un concurso anual para mujeres “que se atreven a contar su historia”. Ahí está la Jesusa Palancares, inmortalizada por Elena Poniatowska en su Hasta no verte Jesús mío. La vida de una mujer a quien la Poniatowska conoció lavando ropa, y a la que ella entrevistó y le narró su vida. Hoy sabemos más de la vida de las soldaderas gracias a ella y no nada más por los retratos de los hermanos Mayo o por las memorias de Pancho Villa y de sus seguidores.
Hagamos nosotras lo mismo. Contemos nuestra historia, atrevámonos. ¡Dejemos de ser invisibles! Dejemos de pensar que con tener hijos ya hemos dejado testimonio de nuestro paso por este mundo. Hablemos de nosotras mismas, de nuestras vidas, de nuestras experiencias. Hagamos a un lado el papel de víctimas, ese papel que tanto gusta a las mujeres y que tanto nos limita: víctimas de nuestros maridos, de nuestros hijos, de nuestros jefes, de nuestros padres. Ese amor siempre ligado al sufrimiento, el amor provenzal tan bien descrito por Demis de Rouegemont en su célebre libro El amor y Occidente.
Rompamos las amarras. Agarremos un lápiz y un papel y escribamos. Abramos la computadora y escribamos. Tomemos una grabadora y hablemos de nuestras vivencias, de nuestras experiencias. Contémoslas a otras. Rompamos el anonimato porque, como dice Ivan Szvebo, la vida no es buena ni mala, es vida y sólo por eso vale la pena. Es nuestra y es nuestra historia. No dejemos que la mirada masculina siga siendo la única que nos describe. Revirtamos el proceso. Que la mirada femenina describa a los hombres así como ellos lo han hecho a lo largo de los siglos y la historia.
Unamos nuestros esfuerzos y rescatemos la historia de las que no tienen historia: las mujeres de nuestro entorno, de nuestro alrededor, nuestras madres, nuestras abuelas y tías, nuestras secretarias, nuestras trabajadoras. Todas tenemos una historia que contar y los testimonios son valiosos. En el siglo xix tuvo que venir a México una mujer, la marquesa Calderón de la Barca, quien hizo una descripción de las costumbres y formas de vida de la mujer mexicana y por ella sabemos que nuestras antecesoras era tremendamente fumadoras y desinhibidas en su lenguaje. Claro que ella no escribió un libro, pero sus cartas fueron rescatadas y publicadas y son ahora una fuente de consulta indispensable para los estudiosos del México de la primera mitad del siglo xix.
¿Cuántos testimonios similares no estarán guardados en baúles familiares? Diarios, cartas, fotografías, invitaciones, recuerdos de eventos, material iconográfico permanecen escondidos en cajones llenos de recuerdos. No los tiremos. Al contrario, rescatemos eso para que en un futuro muy cercano tengamos ese material como parte de la memoria histórica de esta región fronteriza. Si no sabemos qué hacer con ellos recurramos a instituciones: al archivo histórico del Estado, al municipal, a la UABC, e incluso, hasta el museo de las Californias del CECUT.
Rescatemos la memoria del sector femenino fronterizo. Conozcamos de sus luchas y trabajos. Unamos esfuerzos e instituciones para que lancemos convocatorias que nos faciliten dicho rescate. Ayudemos a nuestras mujeres a que dejen registros orales y escritos de su existencia. Que se acerquen a nuestras instituciones y que sepan que forman parte de una historia que está aún por escribirse.
Tomémosle la palabra a Carlos Barboza cuando propone: “obligar a las instituciones públicas y privadas a destinar esfuerzos para registrar los logros de la mujer porque, en la medida en que sus logros estén en la oscuridad histórica, es en la medida en la que experimentamos una nueva forma de discriminación: el olvido”.